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La cultura, ese maldito embrollo MANUEL CRUZ

Manuel Cruz

Hace un tiempo -no podría precisar cuánto, pero en todo caso antes de la actual y burbujeante euforia financiera- recuerdo haber leído en alguna parte un comentario de un economista norteamericano que me llamó la atención. Por vez primera, venía a decir, una generación, la que en la actualidad está en plena edad adulta, va a ser más pobre que la generación de sus padres (afirmación que luego desarrollaba aludiendo a las dificultades crecientes para acceder a la propiedad inmobiliaria y a otros aspectos que en este momento no vienen a cuento). El comentario me volvía a la cabeza hace algunas semanas por una obvia asociación de ideas. Acudí a la presentación del libro de Joaquín Estefanía Aquí no puede ocurrir y observé que, a pesar de la absoluta actualidad de las cuestiones de las que previsiblemente se iba a hablar (¿hay asuntos más urgentes que la globalización, el desgobierno del mundo, el crecimiento de las desigualdades, etcétera?), en la concurrida sala donde se celebraba el acto prácticamente no había más jóvenes por debajo de 30 años que los que se habían visto obligados a acudir por razones de trabajo (fotógrafos, periodistas, empleados de la editorial...). No pude evitar el establecimiento de la analogía y preguntarme: ¿llegará un día en que de una generación podremos decir que es menos culta que la generación de sus padres?Hasta ahora ni contemplábamos esa posibilidad, tal vez porque permanecíamos en un esquema antiguo, el de hace 20 o 30 años, cuando la Universidad española empezó a masificarse, y los hijos de los sectores asalariados más bajos irrumpieron en sus aulas. Entonces la situación era clara y contrastada: padres con escasa formación frente a hijos que accedían a la cultura superior. En buena medida la idea, tan extendida en su momento, del gap generacional se basaba en este desequilibrio. Pero aquella situación ha variado radicalmente. Ahora todos esos hijos ya son padres. La Universidad masificada lleva 20 o 30 años inundando el mercado con titulados superiores, gran parte de los cuales sostienen las actuales demandas culturales de nuestra sociedad -al menos las más convencionales-. No podemos continuar pensando con una generación de retraso, ni reiterar esquemas y descripciones que en su momento resultaron muy operativos.

Por su parte, es cierto que los hijos de aquellos universitarios o dan por descontado que cursarán una carrera superior o ya la han cursado. Pero probablemente lo que estamos empezando a comprobar es que ninguno de los dos supuestos implica en absoluto que estos jóvenes mantengan con la cultura la misma relación que mantenían sus mayores, que les interese de la misma forma o que le atribuyan las mismas cualidades y la misma función que le atribuían sus padres. Por el contrario, los indicios de los que disponemos, las señales que esos sectores emiten, señalan más bien que se están produciendo un orden de transformaciones que resulta necesario afrontar. Por proporcionar una sola indicación, parece claro que ellos separan con decidida soltura lo que para la generación anterior resultaba de todo punto inseparable. Es perfectamente normal en estos tiempos encontrarse -al menos en las facultades de letras, que son las que conozco- con excelentes estudiantes que no tienen la costumbre de leer el periódico o asistir a ciclos de conferencias, a no ser que ofrezcan una directa rentabilidad curricular. Estudiar, estar informado y disfrutar de la cultura han dejado de ser dimensiones de lo mismo para pasar a ser percibidas como actividades ciertamente próximas, pero que no mantienen entre sí un vínculo necesario. En tiempos de fragmentación posmoderna, la cultura ha ido perdiendo su expectativa de universalidad, los medios de comunicación se han dejado muchos jirones de credibilidad en el camino y la función de los estudios se reduce a proporcionar las destrezas necesarias para defenderse profesionalmente, podría ser el apresurado diagnóstico de la nueva situación.

Sin pretenderlo expresamente, tal vez la Universidad, principal encargada hasta ahora de velar por el mantenimiento y la difusión de la cultura superior, haya contribuido a este estado de cosas. Es verdad que la institución ha emprendido una seria tarea de reflexión crítica, orientada a superar antiguos aislamientos y a establecer renovados vínculos con la sociedad. El problema es que dicha tarea parece haberse planteado casi en exclusiva en términos de perfeccionar la adecuación de los titulados universitarios a las reales necesidades de las empresas, esto es, en clave de mero ajuste a las demandas del mercado. Y eso, siendo extremadamente importante, constituye sólo una parte de la cuestión. Se diría que ha quedado fuera de foco, sin tematizar, el problema de la forma en que las múltiples y profundas transformaciones ocurridas en nuestra sociedad afectan al contenido y a los modos de hacer cultura, especialmente cultura humanística, reforzando así la percepción restrictivamente instrumental que para los jóvenes tienen los estudios superiores.

Se argumentará que en los últimos tiempos la Universidad ya no está sola, que se ha visto relevada en parte de sus tradicionales funciones por muy diversas instituciones, tanto públicas como privadas. Pero sería engañoso deducir de este hecho que tales instituciones sí han dado con la solución a lo que venimos planteando. A ellas hay que agradecer, ciertamente, que no hayan abandonado a su suerte a esos amplios sectores ilustrados de mediana edad que siguen reclamando su periódica dosis de cultura. Han evitado así el peligro de marginalidad social que amenaza muy seriamente a la Universidad, pero han de estar muy atentas para sortear otro. El peligro de que sus paredes se vayan impregando poco a poco de un penetrante y rancio olor a centre cívic.

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