Ciudad desmesurada
A. R. ALMODÓVAR
Decía Ortega y Gasset que son las aglomeraciones "el hecho más importante de nuestro tiempo". Y lo decía en 1921. Si don José levantara la cabeza y viera lo que son las actuales dimensiones de aquel fenómeno, seguro que no llegaba a incorporarse del todo. Y lo que le ayudó, desde la perplejidad kantiana, a formular sus penetrantes y a ratos peliagudas distinciones entre masa, vulgo, pueblo, aristocracia de la inteligencia, etcétera, tal vez le hiciera comprender que le faltaba un nuevo concepto: el de gentío. Y que éste no es ya que pueda desbancar a las minorías intelectuales en la dirección de la sociedad, sino a la simple lógica en cualquier tipo de entendimiento.
Conforme pasan los días, crece la convicción de que lo ocurrido en la madrugá del Viernes Santo sevillano tuvo que ver con algún tipo de acción coordinada, más bien un pérfido juego, copiado o no de una película, por el que se indujo a la multitud -convertida de pronto en gentío ingobernable-, a creer que iba a ser víctima de violencia arrasadora. Sería, de todas, la más benigna hipótesis, pues algo de racionalidad contiene, la de la acción premeditada y delictiva. Es lo que sustenta la Policía Local y, por tanto, el Ayuntamiento, en su lógico afán por no desacreditar el buen comportamiento de los sevillanos, en general, en sus cada día más abultados festejos. También es la impresión que tienen las personas, jóvenes en su mayor parte, que estuvieron en alguno de los variados focos de la estampida y con quienes hemos podido hablar estos días. La otra versión, la de la Subdelegación del Gobierno, resulta más inverosímil, y mucho más inquietante, pues se basa en un sólo acto de incumplida agresión, el de un borracho que enarbolara un cuchillo. Tan débil soporte más bien parece trata de ocultar la escasa presencia de los servicios de la policía en la noche de autos. El único denominador común entre ambas explicaciones es el comportamiento histérico, irracional, que cundió a velocidades realmente increíbles, y de consecuencias milagrosamente leves. Esto sí que debe hacernos pensar, y tomar medidas previsorias. (Seguro que a Monteseirín le ronda ya algo por la cabeza). Lo que no puede ser es que la fiesta crezca y crezca sin más, quiero decir, sin que aumenten sus límites físicos, en lógica proporción. Ocurre con la Semana Santa, con la Feria y en buena medida con el Rocío, las tres celebraciones multitudinarias en que ha venido a resolverse la energía festiva de esta parte del mundo, por motivaciones que más tienen que ver con la índole de atavismos profundos y con el resurgir de mitologías profanas, que con religiones o con cualquier otra cosa más o menos comprensible; y por esto mismo tanto más merecedoras de atención de las autoridades. Porque realmente no sabemos qué es lo que está pasando, pero sí cómo está pasando. Que cada año hay más nazarenos, más sillas, más visitantes, más caballos, más carruajes, más de todo. Pero el espacio, el mismo. No puede ser. No puede ser este crecimiento desorbitado, pues él sí que acabará arrasándolo todo, empezando por la más noble de las condiciones que posee esta ciudad: la de ser culturalmente ilimitada, para convertirse en estúpidamente desmesurada.
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