Aprender a saber para saber vivir MIQUEL CAMINAL BADIA
Los estudiantes inquietos con causa siempre acaban siendo mejores que los quietos y sumisos a cualquier estado de la Universidad. El problema es la rebeldía sin causa o con causa poco documentada. Esto es lo que ha sucedido con las movilizaciones estudiantiles y el informe Bricall. Entiendo las movilizaciones porque hay motivos para el malestar de los usuarios de la Universidad, pero no comprendo que los estudiantes hagan de tontos útiles al servicio de los que sueñan con una Universidad elitista y privada. Ya los hay quienes han opinado en la dirección de que sólo es posible una Universidad de calidad si es para pocos. Pero el Informe Universidad 2000 es, ante todo, una propuesta de universidad para muchos, porque el futuro de una sociedad democrática y del conocimiento demanda una ciudadanía activa, formada y abierta al saber. Muchos no son todos, sino todos aquellos que están capacitados y desean seguir estudios universitarios, sin que pueda haber ningún tipo de discriminación social o cultural. El mayor riesgo que corre el informe Bricall es que no lo quieran comprender los poderes públicos y un sector privado de vuelo bajo demasiado habituados a preguntar por los costes a corto plazo, sin apostar por los beneficios que a medio y a largo plazo pueda reportar la necesaria reforma universitaria para el conjunto de la sociedad.Estamos ante un buen informe que permite y facilita el debate abierto sobre la base documentada de saber de qué estamos hablando cuando discutimos sobre el estado actual y el futuro de nuestras universidades. Es un texto excelente en su planteamiento general y en las partes dedicadas a la enseñanza, investigación y financiación. Es más contradictoria e insuficiente la parte dedicada a recursos humanos, especialmente en lo que se refiere al profesorado, la carrera académica, la distinción de categorías, las formas de selección y, sobre todo, el control de la dedicación. Y es prudentemente polémico en cuanto al gobierno de la Universidad. En este breve artículo no hay más posibilidad que destacar algunos puntos relevantes. Entre otros muchos que se podrían comentar, destacaré tres porque afectan muy directamente a las preocupaciones manifestadas por los estudiantes.
1. Todo el documento trasluce una asentada concepción de la Universidad como institución pública y autónoma al servicio de la sociedad. La autonomía universitaria, entendida como el autogobierno de las universidades sin imposiciones previas desde fuera pero con el necesario control externo sobre sus rendimientos, es una constante del informe que se concreta en defender una mayor capacidad de decisión autónoma en materias tan importantes como el contenido de los planes de estudio o la selección del profesorado contratado y funcionario. Al mismo tiempo, la titularidad pública de la Universidad indica que ésta está al servicio de la sociedad a la que debe dar cuentas porque es la que la paga. Sociedad no es sinónimo de mercado y, por consiguiente, no deben ser las instituciones financieras o económicas privadas las que decidan o condicionen decisivamente las políticas universitarias. El mercado existe y hay que tenerlo en cuenta para responder a las necesidades con relación a la demanda de estudios o de investigaciones aplicadas, pero no está en condiciones de definir los intereses generales con relación a la enseñanza y a la investigación universitarias. Además, influir o decidir cuando casi no se paga sería el colmo de la sumisión de una institución pagada con fondos públicos al sector privado.
Sin embargo, también hay otra forma de privatización indebida de la Universidad. Es la confusiónentre uso y apropiación cuando hablamos de la comunidad universitaria. La Universidad no es propiedad de los que trabajan o estudian en ella.
2. El informe es muy innovador en cuanto a la imprescindible y urgente reforma de la enseñanza en la Universidad. Esta continúa siendo la gran asignatura pendiente de la reforma universitaria. Y es la más difícil de aprobar porque no basta con inyectar más dinero y recursos, sin los cuales el fracaso está asegurado de antemano. Es necesario también un cambio radical en la cultura y la conducta universitaria de profesores y alumnos. Los profesores debemos aprender a enseñar de otra manera. Hay que acabar con la tendencia tan extendida de explicar lo que sabemos para que los alumnos lo aprendan pasivamente y lo repitan mediante exámenes devaluados. El orden tiene que ser al revés. El estudiante debe usar su inteligencia para aprender a saber por sí mismo con la implicación docente e instigadora de la curiosidad intelectual del profesor. Ha de tener más libertad para elegir y decidir en el marco de unos planes de estudios más flexibles en su estructura interna y en la concepción de los créditos. El crédito debiera significar trabajo realizado y no sólo un número de horas de clase. Las nuevas tecnologías pueden facilitar esta formación más activa y exigente. Y los profesores tenemos que salir de la comodidad de subir a la tarima y soltar la lección del día. Todo ello implica más trabajo y más dedicación a la docencia. No lo haremos si no se dan las condiciones que induzcan a la motivación y al reconocimiento del esfuerzo realizado.
3. También acierta el informe en la propuesta de reducción de los órganos colegiados de gobierno de la Universidad, respetando la representación de los distintos sectores de la comunidad universitaria. Los cambios propuestos son prudentes teniendo en cuenta las fábulas que se le habían atribuido antes de conocerse su contenido final. Es polémica, sin embargo, la propuesta de cambiar la composición de la junta de gobierno introduciendo en ella la representación no mayoritaria "de personas de comprobada capacidad de gestión y representación social, elegidas por el consejo social". En materia de gobierno, prefiero la división y el equilibrio de poderes frente a las fusiones confusas, porque entre la confusión siempre acaba apareciendo el gobierno tecnocrático que antepone objetivos de coste-beneficio a los propiamente académicos. Es más democrática, y no tiene por qué ser menos eficaz, la distribución y coordinación de funciones entre los distintos órganos de gobierno y de administración, bajo la dirección de un equipo rectoral reducido (rector, secretario general y no más de cuatro o cinco vicerrectores, todos ellos académicos) y el control independiente de un consejo social que debe representar y relacionar los intereses generales de la sociedad con la Universidad.
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