La educación para todos, el gran reto del siglo XXI
A finales de abril se reunirán en Dakar (Senegal), en el Foro Mundial por la Educación, las delegaciones de 155 países con el objetivo de revisar los compromisos de la comunidad internacional para la reducción del analfabetismo y el acceso universal a una educación de calidad. Esos compromisos fueron asumidos hace diez años en la Cumbre Mundial sobre Educación para Todos celebrada en Jomtiem (Tailandia) a iniciativa de la Unesco y bajo los auspicios de varias agencias de la ONU (PNUD, Unicef y PNUAP) y el Banco Mundial. La fecha fijada para ese gran salto hacia adelante era el año 2000, ese mágico cambio de milenio en el que estamos ahora mismo, la puerta a un tiempo nuevo -a un nuevo mundo- cargada de valores simbólicos. Pero ya en 1995 los Gobiernos reunidos en la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social de Copenhague tuvieron que reconocer que no se caminaba a buen paso y situaron el objetivo de la educación básica y universal para el año 2015.Ahora, justo antes de esta nueva cita de los Gobiernos y las instituciones internacionales en Dakar, un amplio movimiento social, reunido en torno a la Campaña Mundial por la Educación y encabezado por organizaciones con una larga experiencia en la cooperación para el desarrollo de los países más pobres, nos advierte de que, si las cosas no cambian, ni siquiera el 2015 será una meta alcanzable. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué lo que podía lograrse en 10 años no va a ser posible ni en 25? ¿Es un problema de costes económicos? Desde luego que no. Los Gobiernos disponen -o podrían disponer, si se corrigieran algunas tendencias perversas- de los recursos suficientes para hacer frente al gasto que supone la educación básica universal; esto es, el acceso a la escuela primaria de todos los menores entre seis y 12 años y la alfabetización de los adultos. Pero también podría, si se invirtieran las tendencias actuales, ir más allá y apostar por la formación generalizada, elemento esencial para el desarrollo duradero con faz humana. Es, esencialmente, una cuestión de voluntad política. Los Gobiernos, los Parlamentos, los consejos municipales y los medios de comunicación deben movilizarse a favor de la educación, piedra angular de nuestro destino común a escala mundial.
Pero vayamos por partes. En primer lugar, algunas cifras. Por un lado, hay que reconocer que si bien en términos porcentuales se ha avanzado en la gran misión educativa del siglo XX a escala mundial -la erradicación del analfabetismo-, en valores absolutos los resultados son menos positivos, sobre todo si tenemos en cuenta los objetivos establecidos por la comunidad internacional. Así, los 877 millones de analfabetos de más de 15 años que había en 1980 (un 30,5% de la población) aumentaron hasta 884 millones en 1995, si bien el porcentaje descendió hasta el 22,7% (¡tener en cuenta el incremento de la edad media de vida en los últimos años!). Actualmente hay 880 millones de adultos analfabetos (más de 80 millones de personas por encima de los objetivos establecidos el 2000), de los cuales 866 millones, en los países en vías de desarrollo.
Pero la verdadera dimensión del problema de la educación se hace patente cuando repasamos las cifras relativas a la escolarización infantil. Ahora mismo, un 20% de los menores de entre seis y 11 años de todo el mundo -esto es, 125 millones de niños y niñas- está sin escolarizar, mientras que otros 150 millones abandonan la escuela antes de haber adquirido una formación mínima. La situación es especialmente negativa para las niñas, que son los dos tercios de los menores sin escolarizar (el 70% de los adultos analfabetos, 600 millones, son mujeres). El problema no acaba ahí, ya que en los países más pobres las condiciones materiales y la calidad de la educación son tan precarias que un alto porcentaje de los menores que completan el ciclo educativo de primaria son, de hecho, analfabetos funcionales.
Es cierto que el analfabetismo funcional no es un problema exclusivo de los países pobres, y que numerosos estudios recientes muestran que, en los países industrializados, entre una décima y una quinta parte de la población está afectada por este fenómeno. Pero no es menos cierto que, tanto si hablamos de países pobres como de aquellos que encabezan las estadísticas de desarrollo, las deficiencias educativas están directamente vinculadas a la pobreza. Pobreza que en el mundo rico significa muchas veces marginalidad y un ambiente social y familiar que favorecen el absentismo escolar, la desmotivación y el bajo rendimiento; pobreza que en los países menos desarrollados significa casi siempre escasez de aulas -en Tanzania, por ejemplo, la media de alumnos por clase es de 75, cuando 40 es el número máximo aceptable para un aprendizaje efectivo-, carencia de un pupitre, de un asiento, de pizarra, de libros, cuadernos, lápices... En los países menos desarrollados, con frecuencia, las escuelas no tienen ni servicios ni agua potable -que los niños y niñas deben acarrear cada mañana, junto con la leña con la que van a cocinar su almuerzo, desde sus casas-, pero, sobre todo, algunos niveles de renta son tan bajos que las familias no pueden afrontar las tasas escolares o precisan del trabajo infantil para alcanzar el nivel mínimo de subsistencia.
El hecho de que la crisis de la educación se verifique también en países de rentas altas pero con profundos desequilibrios sociales (como los que revela la existencia de los llamados working poor en Estados Unidos) pone en evidencia su estrecha ligazón con los nuevos fenómenos de exclusión de individuos y grupos. Por ello, es esencial que los Gobiernos y las instituciones internacionales adopten todas aquellas medidas que estén en su mano para corregir la actual situación y las tendencias en curso.
Que el nivel de renta no es el único factor que influye a la hora de hacer una política activa a favor de la educación y, en especial, de la educación básica universal lo demuestra claramente el índice de desarrollo educativo (IDE) presentado en el informe Educación ahora: rompamos el círculo de la pobreza, elaborado por el investigador Kevin Watkins para Intermón Oxfam. Este índice relaciona factores como el nivel de matriculación, la igualdad de acceso escolar entre sexos o el porcentaje de menores que completan los estudios primarios, y lo confronta con un indicador del poder adquisitivo medio de la población de cada país. Los resultados nos muestran que países de ingresos medios bajos, como Cuba, Jamaica, Sri Lanka, Cabo Verde o China, tienen resultados escolares mucho mejores que otros Estados de rentas muy superiores, especialmente Estados árabes (Qatar, Kuwait, Arabia Saudí...) y latinoamericanos (Venezuela, Argentina, Colombia...), donde la fractura social entre ricos y pobres es muy profunda.
Con muy pequeños esfuerzos -aumentando, por ejemplo, la inversión en educación sólo el 0,1%-0,25% del PIB anualmente-, en una década se podrían lograr cambios sustanciales en la extensión de la educación básica en muchos países. Sin embargo, todo son excusas frente al esfuerzo no realizado. Los países pobres aseguran no disponer de los medios necesarios y giran la vista hacia los países ricos, los cuales afirman no poder permitirse ese lujo. Sin embargo, mientras la ayuda pública al desarrollo de los países de la OCDE no ha parado de reducirse, hasta una media de sólo el 0,22% del PNB -muy lejos del 0,7% al que los países industrializados se habían comprometido solemnemente en varias conferencias de las Naciones Unidas-, el gasto militar sigue representando entre 700.000 y 800.000 millones de dólares anuales, cuando garantizar un techo, agua potable y servicios sanitarios básicos a los 1.300 millones de personas que viven en la pobreza absoluta sólo costaría 130.000 millones de dólares. El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) ha calculado que los dividendos de paz debidos a la reducción de los presupuestos militares en los años noventa, especialmente en Estados Unidos y Europa, ascienden a 900.000 millones de dólares, que, sin embargo, fueron absorbidos por la reducción de los déficit presupuestarios, desaprovechando así la oportunidad de realizar inversiones para el desarrollo.
Hay un doble lenguaje, pero no sólo en los países ricos, sino también en muchos países en vías de desarrollo y menos avanzados, cuyos dirigentes consumen en gastos militares una parte considerable del presupuesto nacional, en detrimento de la educación y el desarrollo humano. Así, los gastos militares en Asia crecieron una media del 26% entre 1988 y 1997, un 14% en Sudamérica y más de un 45% en los países del norte de África durante el mismo periodo. Según el Instituto Internacional de Investigación de la Paz de Estocolmo (SIPRI), los países de renta baja incrementaron un 19% sus gastos militares, también entre 1988 y 1997.
La pobreza y la exclusión son causa principal de conflictos, flujos emigratorios, inestabilidad y violencia. El desarrollo endógeno -para que los países sean dueños de sus recursos- es fundamental para asentar la democracia y facilitar la transición desde una cultura de fuerza y de predominio a una cultura de paz y de conciliación.
Con frecuencia se ha responsabilizado a las agencias internacionales, como la Unesco, del fracaso en la concreción de los compromisos internacionales logrados en las cumbres promovidas por las Naciones Unidas, pero ello es tanto como matar al mensajero para silenciar la verdad. Y la verdad es que sólo los Gobiernos disponen de los recursos -unos más y otros menos, es cierto- y, sobre todo, de los instrumentos políticos para orientarlos hacia ese objetivo que es la educación básica universal. La educación para todos a lo largo de toda la vida ha sido el eje que ha orientado la estrategia de la Unesco en la última década, pero su capacidad de acción es bien limitada en el marco de una comunidad internacional que voluntariamente ha dejado en manos de una supuesta virtud autorreguladora del mercado cuestiones sociales esenciales.
En una perspectiva a la vez cultural y social, el gran reto del siglo XXI es que la educación llegue a todos y que, favoreciendo un proceso de formación continua, sea realmente un instrumento de integración social y de adaptación dinámica a los escenarios cambiantes que compone la sociedad de la información basada en las nuevas tecnologías, donde el papel del maestro, del educador -que despierta la creatividad latente en cada alumno, que transmite principios y forja actitudes- es más importante que nunca. Se trata de derribar el apartheid escolar y universitario, en plena expansión, y reconstruir la educación como proyecto ciudadano de formación cívica y de igualdad efectiva de oportunidades para todo el mundo. Las organizaciones sociales del Sur y las ONG del Norte especializadas en cooperación para el desarrollo se han movilizado para que en el Foro de Dakar se tomen decisiones efectivas para lograr el objetivo de educación básica universal para el año 2015. ¿Van a estar los Gobiernos y las instituciones internacionales a la altura de la sociedad civil?
Federico Mayor Zaragoza fue director general de la Unesco entre 1987 y 1999.
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