Fúnebres

JOSÉ LUIS FERRIS
Afirmaba Rosa Montero hace dos días en la última de este diario que la vida es un enigma maravilloso, una fuerza ciega y obstinada. Nada más cierto. Conozco casos de suicidas vocacionales de mirada fúnebre que te asaltan en cualquier parte para insuflarte al oído la escoria de este mundo y convencerte con razonables argumentos de que nada vale la pena. Pues bien, estos personajillos que abundan como moscardas trompeteras son, por lo común, hiperestésicos hasta el límite. Acuden al especialista cuando esa simple flatulencia se les antoja un tumor duodenal de consecuencias fatales. Se escuchan los jugos gástricos y se plantan en urgencias por una indigestión de sí mismos que confunden con una pancreatitis terminal. La muerte les seduce y la propagan en cafés y cenáculos como la única metafísica posible. Te leen sus versos con la rapsódica soltura de todo un condenado que paladea sus últimas horas. Pero todo es mentira. Porque en el fondo, en sus rebuscadas entrañas, se pegan a la vida con superglue y sólo mentan al diablo cuando se les resiste una metáfora o alguien les machaca el amor propio. ¿Qué quieren que les diga? Prefiero a los que se toman las cosas como vienen y se comen con patatas su neurosis sin salpicar a nadie. En Tokio, sin ir más lejos, el pasado sábado, un ciudadano sobrado de optimismo se encontró al regresar a casa con la agradable sorpresa de contemplar los preparativos de su propio funeral. Su familia había recibido la noticia esa misma mañana. Alguien había identificado su cadáver prácticamente mutilado entre los amasijos de un vehículo, hecho que se encargaron de corroborar algunos testigos del suceso y el propio cuñado de la víctima. Fueron pruebas suficientes para que la policía atribuyera los despojos al ciudadano en cuestión y comunicara de inmediato el deceso a la familia afectada. Cuando el muerto irrumpió, después de una dura jornada, en su armónico domicilio, colgó el abrigo en la percha y se abrazó a los suyos. Al descubrir el pastel, los candelabros y el traje azul de su mortaja, se rió de su sombra y brindó por la vida. Todo un ejemplo para quienes se prueban cada día su ataúd y escriben versos de fúnebre asonancia.
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