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Semana Santa

Cuando uno era niño, la Semana Santa albergaba muchos actos rituales: los velos morados tapaban las imágenes en los templos; en las familias se practicaba el ayuno y abstinencia; los cines ponían películas religiosas o, simplemente, cerraban; las madres preparaban con amor las torrijas; en las ciudades procesionales las casas se llenaban de extraños sudarios que colgaban del techo, y que no eran sino las túnicas de nazareno; y el Jueves y Viernes Santo los caballeros iban de oscuro y llevaban corbata negra mientras las damas se vestían con mantilla y se tocaban con peineta. Después irrumpía el Sábado de Gloria, sonaban las campanas, se rasgaban los velos morados y el clarín convocaba a las hecatombes taurinas de la primavera. El luto oficial desaparecía; ya podían sonar de nuevo los rientes cascabeles de la vida.Todo aquello era, sin duda, exagerado, hierático y un sí es no es ultramontano, aunque la sensibilidad popular rebajaba los espesores tridentinos: estrenos los Domingos de Ramos, tocados de las mujeres, idolatrías, sentido de la fiesta... Cuando apareció el seíta, que era capaz de poner en la playa a toda una familia, muchos ayunos y antifaces y mantillas y corbatas negras volaron hacia los cielos de la nada, y las vacaciones se estatuyeron como tales vacaciones y las viejas divinidades, que estaban escondidas o agazapadas, sólo agazapadas (Venus y Dionisos, sobre todo), exigieron y recobraron el puesto que les habían quitado.

Y, sin embargo, las semanas santas tradicionales no han muerto. Y las razones son varias: hay quienes conservan sus creencias religiosas y las viven como el episodio central de la cosmogonía cristiana; pero también hay muchos, seguramente más, agnósticos en su mayoría, que han convertido el rito en espectáculo. Las semanas santas tradicionales se han transformado y en las grandes ciudades procesionales atraen a gentes que acuden fascinadas por la teatralidad, la puesta en escena, los silencios y las músicas de los desfiles, además de por el esplendor de algunas imágenes que forman parte de la iconografía universal. Los desfiles, tal como hoy los conocemos, son una hibridación de Barroco y Romanticismo. La trágica y severa escenografía del Barroco ha sido casi sepultada por la ternura romántica: abundantes flores en los exornos, imágenes, pasos y tronos enjoyados, y vestidos, músicas operísticas que se acompasan al ritmo de las andas.

La sociedad barroca fue la primera sociedad moderna del espectáculo, pero nuestro fin de siglo se ha doctorado en espectacularidad, como han detectado los sociólogos más perspicaces. Todo o casi todo es espectáculo de la mano del gran presentador que es la televisión. Los pasos y tronos que vienen del Barroco se han integrado en esta sociedad finisecular. Y no sólo porque la televisión filme los desfiles procesionales; es que éstos son por sí mismos espectaculares -cientos de nazarenos donde antes sólo había decenas, pasos fastuosos, músicas amables- e invitan a gozar de tal teatro. Mientras tanto, en las playas, si el tiempo es respetuoso, los cuerpos se tienden al sol de Dionisos al que llegan sus adoradores tras de haber engrosado las colas masivas de automóviles, elemento éste esencial de la escenografía de la otra Semana Santa.

A mis paisanos de Sevilla les espanta la visión del japonés que, con el paraguas rojo en lo alto, va guiando por la ciudad masificada a su troupe particular. Yo recuerdo una madrugada del Viernes Santo en Sevilla. En una gran plaza, algunos chicuelos y chicuelinas bebían y cantaban. Alguien trató de reconvenirlos y una de las muchachas se encaró con el admonitor: "Ésta", le dijo, "es la Semana Santa de Sevilla". Y tenía razón, porque muy a menudo Dionisos no tiene necesidad de irse a la playa.

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