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Tribuna
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Desgracias ajenas

Elvira Lindo

Antes los niños jugábamos a llamar a los timbres de las puertas y salir corriendo. Era un juego de pueblo, sabíamos quién vivía en cada casa y lo que queríamos era burlarnos de la vecina conocida, levantarla de la siesta o sacarla de la cocina, que se molestara en abrir la puerta y se quedara mirando a un lado y otro de la calle con cara de desconcierto mientras nosotros la observábamos ocultos en algún sitio. A veces, muchas, la vecina imaginaba quién estaba detrás de la llamada y gritaba como loca al vacío: "!Mucho cuidado conmigo, que sé quiénes sois, y la próxima vez os pillo y os vuelvo la cara del revés!". Eso era precisamente lo que nos gustaba más, ese ligero escalofrío que sentíamos al estar ocultos y oír la amenaza de un adulto fuera de sí. Los niños son fuertes cuando traman sus bromas a los adultos, pero muy débiles cuando éstos les sorprenden con un asomo de brutalidad. Los mayores nos asustaban con el hombre del saco, y lo que verdaderamente te asustaba de aquel desconocido con un enorme saco al hombro es que presentías que si alguna día aparecía en tu camino, se te acercaba y te ponía la mano en el hombro es que serías incapaz de negarte a seguirle, a ser devorado por él.Hay algo de estremecedor cuento infantil en ese niño que la semana pasada, en Motril, se equivoca de puerta y, en un acto tan trivial como es ese, da un paso definitivo en su pequeña historia, el paso que separa la vida de la muerte. A lo mejor en un primer momento se quedaría desconcertado, tal vez luego pensara en que debía salir corriendo, pero no pudo, y un ser de ojos terribles le clavó un cuchillo en el corazón y al niño el dolor se le fue perdiendo al mismo tiempo que perdía la sangre y la consciencia.

Me acuerdo de lo terrible que me pareció cuando, hace muchos años, tenía fuertes convicciones y poco conocimiento de la vida, un psiquiatra me habló de la irresponsabilidad con la que se defendía que todos los enfermos mentales podían convivir adaptados al resto de la sociedad. Me hablaba no sólo del peligro que podía suponer para otras personas, sino del sufrimiento que ellos mismos padecían por el hecho de estar enajenados. La locura no es algo romántico, la locura verdadera es desesperación. También me hablaba de la vida de los familiares de esos enfermos, truncada por el desasosiego continuo, por el miedo a que su ser querido hiciera algo terrible a alguien o se lo hiciera a sí mismo. En aquel momento, esa idea del hospital psiquiátrico me parecía absolutamente cruel, tal vez porque no se habían conocido más hospitales psiquiátricos que los manicomios donde se trataba a los locos con una brutalidad que por no entender les impedía rebelarse contra ella.

Pero si uno atiende a las peticiones de ayuda o de socorro de algunos familiares de enfermos, porque muchas veces son los familiares los que alertan a las instituciones del peligro que supone esa persona a la que se sienten incapaces de controlar, está claro que algo falla, algo falla en la asistencia que deberían recibir. Estas desgracias siempre parecen ajenas. A menudo el escritor de columnas cree que lo progresista es defender la ausencia de límites, cuando hay veces que los mismos enfermos están deseando tenerlos para sentirse más cuidados y más queridos. Siempre parece que estas cosas les ocurren a otros, pero de pronto te llama un amigo que se acaba de comprar un piso y te cuenta que en el piso de abajo hay un perturbado mental que pega a su madre y que amenaza a la gente que pasa por su rellano (es una escalera de gente modesta, como suele ocurrir en estos casos). Los vecinos denuncian la situación a los servicios sociales, o se acercan a la comisaría para dar parte de una agresión. Nada puede hacerse. Un buen día, mi amigo es agredido por este individuo con una ferocidad tan irracional que llega a la conclusión de que lo único inteligente que puede hacer es poner el piso en venta. Cada vez que viene algún posible comprador reza para que el loco no salga a la escalera. Hay suerte y lo vende y la pesadilla comienza para otro inocente. Como siempre, el problema se multiplica para la gente modesta, a la que si se le contara que la desaparición de los psiquiátricos viene de una idea progresista pensaría que esta vida es una gran tomadura de pelo.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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