Dejarse llevar siempre y cuando...
No hay más cáscaras. En una ópera como La Sonnambula hay que dejarse llevar por el canto. Santiago Salaverri, en un inteligente artículo del programa de mano del Real, se plantea la credibilidad argumental de estos soñados paisajes del alma para llegar a la conclusión de que es una cuestión de fe. Fe, por supuesto, en el canto, cuando éste se siente y se transmite desde el corazón. El arte se las pinta solo para crear ilusiones en el ámbito de lo imposible. Dreyer hace creer en el milagro en la película Ordet con una capacidad de convicción irresistible. Bellini consigue con el magnetismo de la melodía que las cosas más disparatadas sean incluso mágicas. Su música impone la verdad del canto. Y hay que dejarse llevar siempre y cuando...La Sonnambula es una ópera que requiere una protagonista capaz de traspasar muchas fronteras: de la sutileza, de la emotividad, de una técnica al servicio de la expresión. La soprano francesa Annick Massis canta con matizada musicalidad, con dominio de cadencias y reguladores, con una suave languidez que conviene al perfil de Amina, pero no logra evitar cierta sensación de distancia, casi si me apuran, de monotonía. Su acercamiento al personaje está centrado en la sensibilidad, en la delicadeza, pero el chispazo último de la emoción profunda se queda en la puerta y es una lástima, porque la recreación melódica es leve y cristalina,como debe ser, y únicamente se echa en falta un poco más de acentuación, de empuje.
La Sonnambula Música de Vincenzo Bellini, libreto de Felice Romani
Con Annick Massis (Amina), Josep Bros (Elvino), Tómas Tómasson, Mireia Pintó, Victoria Manso, Francisco Santiago y Francisco Javier Mas. Orquesta Sinfónica de Madrid. Director musical: Richard Bonynge. Coro de la Comunidad de Madrid. Director del coro: Jordi Casas. Producción del Teatro Regio de Turín, 1998. Director de escena: Mauro Avogadro. Teatro Real, Madrid, 14 de abril de 2000.
Josep Bros sustituyó a Raúl Giménez, y el Real, volviendo a las andadas en esto de la comunicación, lo advirtió por megafonía con los espectadores sentados y a punto de empezar la función. Más aún: elogió por encima de todo la disponibilidad del sustituto antes que el lamento por la ausencia del previamente anunciado. Bros sacó a relucir su afinidad con el repertorio belcantista, su timbre raro pero bello, su atractivo fraseo y, también, su falta de continuidad. Del resto del reparto, más vale que corramos un tupido velo.
Richard Bonynge dio una lección de concertación, poniéndose a los pies de las necesidades respiratorias y técnicas de los cantantes. Tiene oficio, mucho oficio, y experiencia, mucha experiencia, en estas lides, con lo que la orquesta sonó todo lo bien que puede sonar sin tener el protagonismo principal, o sea, muy a la vieja usanza, con corrección. El coro estuvo magnífico, muy camerístico, con especial atención a la tímbrica y a la conjunción de grupos.
La dirección de escena se desenvolvió entre la sobriedad y la búsqueda de una armonía entre sueño y realidad. La distribución espacial y el movimiento fueron convencionales. Desde los primeros compases se explicó en plan psicoanalista que el sonambulismo de la protagonista le venía de un trauma de la infancia. La fantasmagoría, el tono de pesadilla, se recalcó sobre todo en el segundo cuadro (incompresible la decisión del Real -o del director de escena, quién sabe- de dividir el primer acto en dos partes, con los consiguientes descansos). A la escena le faltó gancho, calor. Y sus responsables fueron pitados al salir a saludar, quizá excesivamente, porque, aunque no fuese el suyo un planteamiento excesivamente sugerente, tampoco era un disparate.
Una última cuestión. Siendo como es el bel canto porcelana pura, que suenen a estas alturas de la vida y de la ópera dos teléfonos móviles a lo largo de la representación es un atentado contra la lírica y contra la convivencia. De verdad, ¿tanto cuesta desconectarlos a la entrada?
Babelia
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