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Internet, Tocqueville y el genio del lugar.

Enrique Gil Calvo

El inicio del mágico 2000 desencadenó una aguda fiebre del oro digital, a la busca desaforada de frescos capitales que invertir en los nuevos yacimientos electrónicos de las cuencas bursátiles. Así se invertía el previo clima de opinión, pues si la década pasada estuvo ensombrecida por negros presagios de pesimismo crepuscular (sociedad del riesgo, fin del trabajo, posmodernidad), el cambio de siglo parecía favorecer confiadas demostraciones de optimismo desbordante, como si el providencial Progreso se hallase a la vuelta de la esquina, traído por la mano de esta nueva Fortuna que es la diosa de la Razón Digital. Luego, los especuladores despertaron de su primer sueño dorado, alertados por la sentencia contra Microsoft, y la fiebre digital comenzó a caer por el tobogán de las convulsiones bursátiles. Pero no por eso ha cesado la fe cuasi religiosa en las virtudes redentoras del determinismo tecnológico, sacralizador de la modernización. Y tanto es el ardor digital que pudiera parecer cómico, pero la experiencia enseña que de estos espejismos colectivos cabe esperar algunos efectos perversos.

Así que, por pura sensatez, habrá que desmitificar Internet. Al decir esto no pretendo despreciar la evidente utilidad del invento. Se trata de un medio de comunicación que va a potenciar sobremanera la densidad de los intercambios al reducir sus costes de transacción. Pero de ahí a erigirlo en una especie de nueva Enciclopedia Universal, por analogía con aquella que propagó la Ilustración del Ochocientos, media un abismo. Es verdad que ambos constructos geométricos, la Enciclopedia e Internet, se erigen como altar cartesiano a la diosa Razón: me conecto, luego existo, piensa el internauta. Pero la Enciclopedia de Diderot se propuso emancipar al género humano, liberándolo del Antiguo Régimen oscurantista Y lo único que pretende Internet es ganar dinero al estilo de Disneylandia, vendiendo hasta oscurantismo si hace falta. Por eso resulta ingenuo creer que se podría emancipar a los excluidos conectándolos a Internet, como si en esta Jauja virtual habitase el espíritu de los Reyes Magos.

John Gray ha señalado que la creencia en las virtudes mágicas de Internet es no sólo producto de la ideología neoliberal, que reduce la complejidad de las interacciones humanas al modelo del intercambio de mercado, sino además un puro mimetismo de la cultura estadounidense, cuya singularidad no es trasplantable al tejido social europeo. Como lamentan con envidia nuestros gobernantes, Europa presenta un considerable retraso en materia de nueva economía digital respecto a Estados Unidos. Pues bien, cabe imaginar que, por causas culturales, semejante retraso no se podrá reducir fácilmente. Internet gusta más a los estadounidenses que a los europeos porque se ajusta como anillo al dedo al modo de vida y al tipo de relaciones personales que estructuran su sociedad. Y en esto Internet se comporta igual que las ventas por correo que le sirven de modelo. Así como en Europa las ventas por correo han representado siempre una proporción muy baja, en Estados Unidos suponen una fracción muy elevada de las ventas totales. ¿Por qué? La respuesta está en la excepcionalidad estadounidense: el espíritu de frontera obligaba a los pioneros a vivir aislados unos de otros y dispersos por un territorio hostil; de ahí que, al no poder estrechar lazos permanentes cara a cara, debieran recurrir al correo y al telégrafo primero, después al teléfono y hoy a Internet, para poder mantener sus precarias relaciones a distancia, aliviando así su propensión a retraerse en el encierro de su privacidad. Los europeos, en cambio, nunca han vivido aislados en las praderas, sino siempre estrechamente integrados en sus comunidades locales de pertenencia: pueblos, calles, barrios, mercados, ciudades y hasta naciones, por provincianas que sean. Por eso los europeos, satisfechos con las permanentes relaciones cara a cara que les vinculan unos a otros (redes primarias de amistad, ayuda mutua y solidaridad), no han necesitado en igual medida medios técnicos capaces de relacionarles a distancia (excepto el teléfono móvil, que les une a sus redes comunitarias).

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Pero hay más, pues también influye el famoso efecto Tocqueville, descubierto por el insigne autor cuando se maravilló ante la efervescente propensión a asociarse que demostraban los yanquis. Como es sabido, él identificó las bases sociales de la democracia con el proverbial furor asociativo que por doquier ejercían los estadounidenses, participando activamente en toda clase de foros, clubes, sectas, fratrías y demás redes capaces de interconectarles: ayer ingresando en asociaciones secundarias y hoy también enchufados a distancia en los chats de Internet. Pero en todos los casos puede percibirse la misma necesidad de conexión, como recurso terapéutico o red de protección capaz de salvarles del aislamiento y la incomunicación. Los europeos, en cambio, como nunca se sienten aislados, sino confortablemente integrados en sus redes primarias de solidaridad comunitaria (sobre todo los que pertencen a contextos latinos o mediterráneos), sólo recurren a las asociaciones secundarias por conveniencia utilitaria, y no por terapia existencial. En suma, si los estadounidenses han inventado la conexión a Internet es para poder disponer de un sucedáneo que les supla su vacío de auténticos vínculos interpersonales. Pues así como los europeos contamos con una sólida cultura pública estrechamente vinculante, tradicionalmente identificada con el ágora de la polis o la plaza mayor que dota de sentido a la vida ciudadana, nada de eso sucede en Estados Unidos, auténtico desierto ciudadano donde lo público brilla por su ausencia y sólo predomina la dispersa privacidad diseminada.

Y esta enfermedad americana puede diagnosticarse como un déficit de ciudadanía. El ciudadano es quien se identifica con la ciudad en cuya vida urbana participa y se arraiga. Pues bien, los estadounidense carecen de sentido de la ciudad, pues su experiencia histórica les mueve al desarraigo y la huida de toda ciudad. Al respecto, Borja y Castells (en su libro Local y global, Taurus, 1997) citan la Geography of Nowhere de Kunstler, que identifica las cuatro grandes oleadas históricas de deserción urbana estadounidense. Primero, la emigración a América para escapar de las ciudades europeas. Después, la marcha hacia el Oeste y la colonización de la frontera. Luego, el abandono del centro de la ciudad por las clases medias para refugiarse en las periferias ajardinadas. Y ahora, por último, la desestructuración de las áreas suburbanas que se realinean formando ciudades-orilla a lo largo de los ejes de las autopista, ya sean viales o informáticas. Aquí cobran sentido Internet, Telépolis y la imaginaria ciudad virtual, donde la auténtica vida ciu-

dadana con sus contactos carnales parece quedar por completo fuera de lugar.

Pues, en efecto, el problema es el lugar, la localidad. Si el estadounidense se siente tan desarraigado como un desertor errante es porque carece de lugar: su verdadero sitio es nowhere. Y siempre está huyendo de alguna parte: de su origen europeo, de los indios de las praderas, de los negros del gueto urbano, de sus conciudadanos más pobres. De ahí que vague de un sitio a otro, sin arraigar en lugar alguno y flote a la deriva, recalando fugazmente en cualquier parte como sucede al navegar aleatoriamente por la red. ¿De qué huye el desertor urbano estadounidense que corre a perderse por los sites de Internet? Si se me permite la metáfora, creo que huye del genio del lugar. Con esta figura me refiero al genius loci cantado por Alexander Pope, que debía presidir el diseño del jardín paisajista que los prerrománticos ingleses opusieron al racionalista jardín francés. El localista jardín inglés, para huir del laberinto cartesiano, busca identificarse con la verdadera naturaleza del lugar, tratando para ello de recrear su auténtico genio interior. Pues bien, de quien buscan huir los estadounidenses, al perderse en el global laberinto cartesiano de Internet, es del genio local: sea el fantasma de sus orígenes europeos, el espíritu de los indígenas masacrados en las praderas o el genoma de las razas excluidas por el canon wasp. Pues el estadounidense teme ser como Drácula, que carece de reflejo, o Peter Pan, que no tiene sombra: un ser ingenuo, sin estirpe ni genius loci, carente de identidad. De ahí que salga fuera de sí, conectándose a una red para redimir su propia falta de lugar.

Enrique Gil Calvo es profesor titularde Sociología de la Universidad Complutense.

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