La incapacidad del Gobierno para atajar la pobreza extrema hace estallar la crisis
El clima de convulsión social que reina estos días en Bolivia, y que ha obligado al presidente Hugo Bánzer a declarar el estado de sitio durante 90 días, no es nuevo. Éste es uno de los países más pobres del continente, azotado por una pobreza crónica que afecta a la mayor parte de la población. La corrupción y los continuos golpes de Estado en los años setenta y ochenta han dejado otra secuela: la desesperación por la incapacidad de las distintas autoridades civiles o uniformadas para corregir la situación. La chispa ha sido un alza del 300% del servicio del agua potable, pero la crisis es mucho más extensa.
La medida de fuerza adoptada por el Gobierno (el estado de sitio) no ha logrado, por el momento, quebrar la huelga general de siete días en la ciudad de Cochabamba -más de medio millón de habitantes-, ni lograr el levantamiento del bloqueo de caminos y carreteras en todo el país. Y no lo ha conseguido porque el problema más grave es de fondo.Un informe de la ONU, que se presentará la próxima semana en La Paz, ratifica la extrema pobreza de los habitantes del área rural boliviana, hasta el punto de considerar al campesino de este país como uno de los más pobres del planeta, después de los del África subsahariana. Los bolivianos soportan una permanente recesión económica, agravada en los últimos meses por el alza del precio de los carburantes y de las tarifas de los servicios básicos (agua potable, energía eléctrica y alcantarillado) frente al virtual congelamiento de los salarios, ya de por sí escasos, que no recuperan siquiera el índice de la inflación.
A esto se suma el creciente desempleo y el subempleo de la mano de obra más joven, que en esta nación andina se incorpora al mercado laboral a los 10 años.
Los mayores esfuerzos de la coalición partidaria en torno al presidente Bánzer, que asumió el Gobierno en agosto de 1997 por un periodo de cinco años, se han dedicado a la lucha intestina por alcanzar mayores cuotas de poder. Esta pugna fratricida se ha reflejado en la incapacidad gubernamental de atender y solucionar los problemas sociales más urgentes, planteados con mucha antelación al estallido de los conflictos de esta semana en Cochabamba y otras zonas del país. Muchos ciudadanos ven el Parlamento como una institución alejada de la realidad e inoperante a la hora de dar soluciones a las reivindicaciones de las regiones más pobres.
Los anunciados programas de lucha contra la pobreza, llamados también de reactivación económica, no se han ejecutado plenamente. La necesidad de crecer a un ritmo superior al 6% o el 8% anual para hacer frente a las necesidades es, cada vez más, una meta lejana e inalcanzable.
Círculo vicioso de miseria
La escasa capacidad de ahorro de la población se suma a la dificultad del Gobierno de atraer inversiones extranjeras a un país con mercados marginales, pésimas infraestructuras y escasa capacidad de consumo. En definitiva, un círculo vicioso.
Existe otro elemento de irritación social: la corrupción, que ha llegado a unos límites insospechados. Frente a esa lacra, los ciudadanos se defienden con el cinismo y la desesperanza. Ése es el sentimiento más extendido entre los pobladores de Cochabamba, que reclaman la inmediata rescisión del contrato de la administradora del servicio de agua potable que se adjudicó una empresa pública con un patrimonio de unos 300 millones de dólares (51.000 millones de pesetas) y un capital social declarado en el acta de constitución de apenas 8.000 dólares (1,36 millones de pesetas) y, según explicaron las autoridades, con una cuenta bancaria de poco más de 10 millones de dólares. Con ese resplado financiero deben encarar inversiones por valor de 200 millones de dólares para ejecutar el proyecto de explotación de los recursos hídricos.
La Iglesia católica, numerosos movimientos ciudadanos y algunos de los partidos que sustentan al actual Gobierno ya se han sumado a la campaña contra la empresa de agua potable y exigen medidas inmediatas. El Gobierno prefiere esperar.
El presidente Bánzer, que encabezó un Gobierno militar de siete años de duración entre los años 1971 y 1977, dispuso como medida inicial el estado de sitio por un periodo de 90 días. Ésta es la sexta vez que, desde la recuperación de la democracia (octubre de 1982), se dicta una medida de excepción de este tipo para controlar los estallidos sociales, enraizados siempre en la situación económica de los bolivianos. Como los anteriores, lejos de resolver el problema de fondo, lo camuflan.
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