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Una frustración que no cesa

Los concejales del grupo socialista-progresista de Valencia Manuel Moret y Vicenta Lloris se han ocupado esta semana de la degradación del barrio de El Carmen, cumpliendo así lo que ya tiene visos de rito y que consiste en aventar periódicamente el problema. En esta ocasión, los ediles nos han aleccionado con unas cifras ilustrativas de la decrepitud y creciente abandono de este espacio urbano arquetípico en el marco de Ciutat Vella. Los datos expuestos siguen siendo tan deprimentes como los conocidos 20 años atrás, cuando las administraciones públicas comenzaron a parlotear sobre sus propósitos redentores e ínfulas inversoras.Lo cual no quiere decir que todo siga igual, pues algo se ha hecho y sería injusto negarlo. Se están rehabilitando edificios, restaurando fachadas, así como pavimentando algunas calles y plazas. En realidad, nunca falta el estrépito del martillo pilón a modo de constante vital del barrio. Algo que debo constatar por mor a la verdad y, sobre todo, para no provocar el correctivo del admirado profesor de geografía urbana, J. V. Boira. Lo triste es que el vecindario contempla y sufre este trajín sin atisbar su desenlace ni percibir más altas cotas de confort. Si se les pregunta -a los pocos que van quedando- seguro que se declaran damnificados de la Valencia emergente.

Y su razón tienen. Fue en 1989, y después de no pocos tanteos, cuando se expuso el avance del plan de El Carmen, de los arquitectos Fernando Gaja y Antonio Ferrer. La alcaldesa Rita Barberá declararía poco después que el Ayuntamiento debería sentirse orgulloso de poner los cimentos de la recuperación de la zona más importante de la ciudad. Y más o menos por entonces cuando la Generalitat se comprometió a invertir 23.000 millones, que en alguna parte se habrán invertido, por más que no nos conste. Hubo, eso sí, una cierta efervescencia académica discutiendo acerca de la intangibilidad de la trama urbana o su esponjamiento, la estética carcelaria de los proyectos arquitectónicos y otros aspectos más o menos adjetivos. Se denunció la morosidad burocrática a la hora de conceder licencias y el conservacionismo de los primeros momentos, trabas bastantes para disuadir al constructor más temerario. En suma, daba la impresión de que Ciutat Vella y El Carmen se desperezaban y que primaba la voluntad recuperadora de sus credenciales urbanas más arquetípicas.

Sin embargo, en el umbral del nuevo siglo, y desde que la riada de 1957 dejó el barrio hecho unos zorros, la crónica periodística sigue siendo una letanía. Pobreza, vejez, abandono, inseguridad, suciedad, mucho ruido y desaliento. A mayor abundamiento, mucho de cuanto de malo pasa en Velluters, La Seo o Mercat, por ignorancia o inercia, se le imputa a El Carmen, con lo que se disuade más si cabe al inversor privado, sin cuyo concurso no hay redención posible. ¿Y cómo va a concurrir, con el mogollón de suelo virgen que se le ofrece en la periferia capitalina? Y una aclaración: prostitución no hay, todavía al menos.

No cabe duda de que la Administración pública es la principal causante de este enervamiento, común por otra parte a otros centros históricos, con los que se ha teorizado mucho y resuelto muy poco. Esas bolsas de votos cuentan apenas. Pero junto a la demagogia de los políticos no es menos culpable la insensibilidad de la Universidad de Valencia, que en sus manos ha tenido revitalizar estas zonas deprimidas ubicando en ellas algunos de sus centros docentes o de servicios. Prefirió -la Universidad, digo- practicar el faraonismo, pariendo birrias tan descomunales como el campus de Els Tarongers, que con su pan se lo coman.

No habrán de transcurrir muchos meses para que volvamos a pegar la hebra sobre los viejos e históricos barrios valencianos. A lo peor, no les hacemos favor alguno con tanta acuciosidad, pues se disuade a quienes piensan avecindarse y les ponemos alas a cuantos ensueñan abandonarlos. Sabiendo, además, que los gobernantes les resbala.

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