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Una parábola matrimonial ANTONI PUIGVERD

En los periódicos italianos se ha generalizado un género mixto, entre la columna y la carta al director, mediante el cual un conocido articulista se encarga de contestar diariamente a un lector. Nadie como los italianos para sintetizar lo viejo (en este caso el género epistolar) con lo nuevo (la obsesión moderna por la simultaneidad). En La Stampa contesta las cartas Oreste del Buono, eficaz columnista todoterreno que sirve al lector precisas explicaciones; en el Corriere della Sera las firma el incombustible Montanelli, tan libre ya de convenciones como, en otra vereda ideológica, nuestro Haro Tecglen, aunque menos conceptista y desolado. En La Repubblica contesta las cartas la escritora Barbara Palombelli, que tiene la infrecuente virtud de la contención y se limita a matizar las opiniones de sus correspondientes. Alguien me contó en Italia que el esposo de la Palombelli es el alcalde de Roma y, aunque nunca me ha interesado confirmar esta información, siempre que leo sus respuestas pienso en ella también como esposa de un político. Por fortuna, en las cartas de sus lectores no aparecen las rizadas polémicas de la política italiana (por endogámicas y miopes, tan fatigosas como las nuestras, aunque más pintorescas: los políticos italianos son mejores parlanchines).Los lectores (lectoras, con gran frecuencia) escriben a Barbara para contar alguna de sus vivencias, generalmente emocionales. No hace mucho le escribía una mujer. Voy a traducir parte de su carta. Como se verá, cuenta una experiencia muy frecuente, sabida. Lo que no impide que sea también impresionante.

"Querida Barbara, hace unos años superé los 40 y acabo de separarme. Tengo dos hijas. ¡Me reprocho tantas cosas! En particular haber sido una madre demasiado ocupada y no haber podido gozar hasta el fondo la relación con mis dos hijas, a quienes ahora puedo ya dar bien poco. Ya no me reconozco, no consigo dar sentido a la fatiga y a la enorme energía vital hasta ahora invertida en lo que parecía ser mi vida. Creo haber luchado bastante, pero es evidente que no ha servido para nada: ahora me encuentro fuera de lugar, madre y mujer inadecuada. Advierto día a día como mi cuerpo se deshace y estropea: me observo en el espejo casi con miedo. Me siento débil y triste. He rendido mis armas. Mi voz ya no es la misma, como si, con el paso del tiempo, se hubiera debilitado. Contemplo las fotos de cuando sonreía con mis chiquillas entre los brazos y pienso en la perfección de aquellos momentos, pienso en la vida, en todo lo que he sido, en mi juventud, en mi existencia, en mis sueños, y, así pensando, intento recoger la esencia de mi camino, pero tiemblo y me lleno de escalofríos, puesto que ya nada queda de todo aquello. No existe amor. No tengo objetivos ni esperanzas...".

Barbara Palombelli no es bruja de pago televisivo ni uno de esos consultores sentimentales que, en cualquier programa radiofónico, se atreven sin dudar un segundo a ofrecer tópicas e insensatas consignas milagrosas. En el ejemplo que nos ocupa, Barbara se limitó, en su respuesta, a enunciar su proximidad con las "mujeres que aprovechan esta plaza virtual para escribir su hambre de amor, de amistad, de compañía" y ofreció palabras de amable y prudente piedad. No es poca cosa en estos tiempos en los que pasamos sin solución de continuidad de la radical indiferencia al peor almíbar sentimental.

El alcalde y (supuesto) marido de Barbara habla bastante más, especialmente cuando se refiere a esta Roma recién planchada con motivo del jubileo. El alcalde Rutelli es un político relativamente joven, procedente del ecologismo, que llegó al gobierno de la ciudad gracias al polo de izquierdas. A pesar de ello, exhibe con maestría detalles de político manierista italiano: estampa de patricio, corbatas sensacionales, retórica cardenalicia. Bajo su mandato, se han restaurado innumerables edificios y se han producido colosales obras de infraestructura. Y sin embargo, le llueven críticas, a Rutelli, por todas partes. Todos creen, con razón, que Roma no podía ser más bella. Sólo están dispuestos a aceptar que ahora está un poquito más limpia y mejor maquillada, pero abominan del tráfico. El tráfico romano sigue siendo espeso, humeante y, en el peor sentido de la palabra, barroco.

Últimamente se habla mucho, por cierto, del tráfico en Barcelona: al parecer, los críticos descubren ahora que es un caos. En cualquier gran ciudad, el tránsito, más que un caos, es una hidra, el viejo monstruo mitológico: cortas una de sus siete cabezas y le crecen otras siete. Tal como funciona la economía (y nadie osa cuestionarla), el parque de vehículos no puede sino aumentar: cada ampliación de accesos y vías provoca, no la fluidez deseada, sino una concentración mayor, un nudo más gordo. ¿Acaso el alcalde Rutelli no sabe eso? Más y mejor que el ciudadano corriente, lo sabe. Todos los líderes políticos conocen los riesgos y los límites que el futuro previsiblemente nos va a ofrecer: manejan bastante más información que nosotros. El patricio Rutelli (como el alcalde Joan Clos, como cualquier otro líder) se asemeja mucho al héroe trágico, armándose no contra la hidra, objetivo imposible, sino contra la oscuridad del futuro. El héroe enciende una antorcha, sube a la nave y, sin saber dónde está la ruta, apunta con el índice hacia ninguna parte y exclama: "¡Por ahí!". Ésta es la única función que el líder político no puede abandonar, debe señalar algo: el camino cierto, si lo conoce; y si no, una incierta vía. Sin este grito ("¡por ahí!") la sociedad no sólo conviviría con las hidras: se dejaría dominar por ellas.

Curiosa confluencia la que reproduce este supuesto matrimonio romano. En tiempos de incertidumbre, la hembra consuela con amables palabras a los hijos hambrientos mientras el hombre sale al bosque, en plena temporada de escasez, a simular la caza. Puede que no exista premio para este héroe que no triunfa, que no caza. Regresa de la oscuridad del bosque sin provisiones y no le queda más remedio que narrar algunas mentiras, piadosas, razonables. Las mentiras que los niños quieren oír: "¡Por ahí!". Al cabo de un rato, los niños, se quejarán contra él, irritados. Algún provecho sacan del consuelo, sin embargo. De momento, al menos, sigue sin cundir el pánico. No es poco.

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