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Tribuna
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De fábula

Cada día trae su cupo de noticias, siempre suficiente para llenar un periódico, malas noticias que son más noticiables o buenas nuevas que suelen usarse de relleno porque todo lector de prensa lleva dentro de sí un masoquista o un sádico que busca estímulos en los titulares de portada o en el último rincón de la crónica local.La aldea global desde la esquina de casa al arrabal más remoto es un vivero de sucesos del que se nutren informadores y lectores, un caudal incesante que hay que filtrar y podar para que quepa en las páginas del diario.

Aunque se le agradece la intención de ayudar, no era necesario el esfuerzo creativo del jefe de policía de Barcelona que hace unos días se inventó una noticia, una mala y falsa noticia que se hizo hueco desplazando a una de verdad. La presunta paliza a una joven que quedó presuntamente parapléjica tenía visos de verosimilitud y provenía de una fuente en apariencia fiable, lo que justificaba en parte, sin eximir completamente de culpa, a los periodistas que picaron en el anzuelo.

Hubo un tiempo no muy lejano en el que la policía redactaba por su cuenta la crónica policial, marcaba lo que se debía publicar y daba la única versión posible de los hechos. Había noticias y versiones difíciles de tragar, como la del guardia que en una manifestación había disparado al aire y acertado en la pierna de un manifestante, pero nos las tragábamos aunque nos revolvieran las tripas y las neuronas.

Pero hoy lo más noticiable de la no-noticia de Barcelona es el hecho de que un alto funcionario de los cuerpos de seguridad del Estado se la haya sacado de la gorra. Una noticia tan inquietante como incompleta hasta que su protagonista explique las razones que le llevaron a convertirse en un mentiroso y engañar a los ciudadanos.

La intoxicación es grave y perversa pero no gratuita. ¿Pensaba el comisario completarla con la detención de los falsos culpables y apuntarse un éxito personal?

Tal vez no fue más que un bulo bienintencionado que se difundió con el objeto de disuadir a la juventud de salir a la calle por la noche y exponerse a graves riesgos físicos por la acción de grupos de rapados incontrolados, que ésos no se los han inventado los policías.

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En los primeros compases de la transición, cuando trabajaba de reportero y crítico musical en un periódico madrileño, recibí una sonora bronca de mi redactor jefe por no haber dado cuenta de una algarada callejera, una espontánea manifestación de "rojos" exaltados que habían alterado gravemente el orden público y la seguridad ciudadana a la salida de un concierto multitudinario de Raimon en Madrid.

La noticia se pulicaba en otros diarios de la ciudad y mi redactor jefe llegó a sugerir que, dada mi condición de fan del artista catalán y de su ideario, tal vez yo había suprimido intencionadamente esa información para no dañar la buena reputación del cantante y de sus ideas.

Desolado tras una abrumadora lección de ética periodística y deontología profesional, me aferré al teléfono y llamé al colega que más énfasis y más líneas había puesto en el tema de la manifestación.

Él tampoco había presenciado la algarada, pero cuando llegó al periódico para redactar su crónica se encontró encima de la mesa con una nota dejada allí por sus jefes en la que se ofrecía un detallado resumen de los hechos y se citaban fuentes policiales.

Dos días después, Raimon dio una rueda de prensa en la que compareció mi abochornado colega para dar explicaciones sobre aquella manifestación fantasma que nadie había visto salvo el anónimo y misterioso redactor de un comunicado que, al parecer, nadie había escrito.

Estuve a punto de decirle a mi superior que le repitiera la lección de ética y deontología al jefe superior de Policía, al director general de Seguridad y al ministro de la Gobernación en persona. No lo hice y me arrepiento, aunque tal vez no sea demasiado tarde.

Quizás algún compañero de Barcelona quiera hacerlo por mí y por todos nosotros.

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