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Tribuna:
Tribuna
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Hoy nos sentimos culpables

Somos responsables de tratar a cientos de niños y jóvenes con problemas de salud mental. A veces nos vemos en la necesidad de ingresarlos. Es algo que no nos gusta, que procuramos evitar pero que en ocasiones puede ser imprescindible. Hemos evitado hacerlo porque sabíamos que debía ser en una unidad de adultos y nos inquietaba el hecho. Desde hace muchos años ésta ha sido una de nuestras más importantes preocupaciones; lo veíamos como una cuestión ética y de buen hacer profesional. Desde hace cinco años era, además, un problema legal. Lo sabíamos y lo habíamos hecho saber. Algunas veces por escrito y muchas de forma verbal. Lo hicimos con aquellas personas que podían-debían hacer algo por resolverlo.Hoy nos sentimos culpables. No por lo que está ocurriendo, sino por todo el tiempo que ha pasado sin que esto saliera a la luz. Pero aquellos a los que les decíamos lo que pasaba eran amigos y compañeros que poco antes de tener las responsabilidades políticas decían lo mismo que nosotros. Somos culpables de fiarnos de las buenas palabras que nos garantizaban soluciones inmediatas que luego no se concretaban pero se continuaban en nuevas explicaciones tranquilizadoras. Nos fiábamos.

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Ahora surgió el escándalo. No nos gusta, pero queremos aprovecharlo. Aprovecharlo para que se conozca nuestra versión del problema y lo que nosotros y seguro que la mayor parte de los profesionales queremos quede resuelto:

- Queremos que se reconozca que los niños y adolescentes tienen muchos aspectos específicos en su enfermar y que las soluciones para sus tratamientos deben admitirlo así.

- Que cuando, desgraciadamente, tengan que pasar algún tiempo ingresados a tiempo completo esto se haga en centros que cumplan criterios de arquitectura adecuada, profesionales formados, actividades terapéuticas propias, etcétera, correspondientes a los diferentes grupos de edad.

- Que los profesionales que los atiendan tengan la formación específica que estas edades y patologías requieren. En concreto, que psiquiatras y psicólogos tengan formación en psiquiatría/ psicología de la infancia y adolescencia.

- Que el no reconocimiento oficial de las especialidades de psiquiatra/ psicólogo de niños y adolescentes no sea argumento para maltratar a éstos, sino, en todo caso, para reconocer la realidad de su existencia y la necesidad y urgencia de reglamentarlas.

Nosotros tenemos la gran suerte de estar haciendo el trabajo que nos gusta. Estamos encantados con ello y queremos hacerlo de la mejor manera posible, pero queremos las garantías mínimas para que nuestros pacientes sean atendidos con la dignidad que se merecen. Los niños son pequeños y sensibles pero no imbéciles. Saben lo que ocurre a su alrededor y se empapan de ello, de los conflictos en la familia o de los errores en la terapia. De lo bueno y de lo malo.

Algo nos da miedo. Cuando los conflictos aparecen en los medios, la intervención de aquellos que se ven concernidos es rápida pero puede ser ineficiente. No queremos soluciones que oculten el problema bajo alternativas chapuceras. Tenemos miedo de que nos digan que en tres días todo estará solucionado, porque eso no puede ser cierto. Eso es imposible. Crear ahora centros que no cumplan los requisitos enunciados puede aceptarse como solución de compromiso siempre que, al mismo tiempo, se ponga en marcha de verdad la reforma que se nececita. No nos fiamos y queremos seguir y controlar un proceso que garantice soluciones definitivas. Que al menos dentro de cinco años estemos como el resto de los países europeos en la actualidad. Hará falta dinero, pero ¿alguien cree que la sociedad española va a considerar que el gasto necesario para resolver este problema es un gasto superfluo?

PD: queremos agradecer al fiscal de menores su interés por los niños y por los que les atendemos. Esto nos reconcilia con la justicia.

"Llegué a planear matar a mi hijo"

Para las familias con algún hijo enfermo mental la vida cotidiana es un auténtico infierno

G.C, Madrid

Laura ama la poesía y también adora a sus hijos. Pero un día planeó cómo matar a uno de ellos antes de suicidarse. Lo habló con un amigo, fríamente, sin pasión. Su amigo la comprendía bien porque sufre un problema similar, así que le aconsejó que sí, que lo hiciera, lejos de casa, sin dejar huellas, pero que no se suicidara después. Terminada la conversación, Laura colgó el teléfono y pensó en cómo era posible haber llegado a tal situación. Luego lloró durante días y decidió someterse a tratamiento psiquiátrico. Ahora, años después, ante una taza de tila y con el hijo de sus desvelos ya mayor de edad, cuenta su historia a EL PAÍS con el ánimo de que otras madres como ella no tengan que sufrir en el futuro el mismo infierno.

El infierno de Laura ha sido un laberinto sin salida desde que su hijo estaba en preescolar. "Ya desde que lo llevaba en la sillita tenía reacciones raras cuando la gente se acercaba a acariciarlo. Parecía autista. Después, en el colegio, se portaba fatal. Todo lo rompía, todo lo destrozaba. No lo querían en ningún colegio. Un día el pediatra me dijo que no era normal, que debía llevarlo a algún sitio. Y lo hice. Lo llevé a un centro de salud mental que había cerca de casa y allí empezaron a tratarlo. Me dijeron que tenía un problema de conducta, de educación. Eso nos hacía sentirnos culpables. No sabíamos qué estábamos haciendo mal. Pero empezaron a hacer la reforma psiquiátrica y nos cerraron el centro de salud mental. Un día me lo llevé al hospital público de La Paz. Allí lo examinaron a él y también a nosotros, a mi marido y a mí. Después nos dijeron que el informe del niño no nos lo podían dar porque formaba parte de la intimidad del menor, pero me advirtieron de que yo mantenía un vínculo negativo con mi hijo y que debía cambiar mi forma de relacionarme con él".

Su hijo Fernando (todos los nombres utilizados en este reportaje son ficticios) crecía mientras tanto entre crecientes problemas. Ningún colegio soportaba de buen grado sus arranques destructivos. Un día cortaba todo con tijeras, otro destrozaba el jardín, otro quemaba un contenedor de basura. Nunca atacaba a los demás; más bien él era la víctima. Porque Fernando, al que a los 15 años un psiquiatra privado diagnosticó por fin "un trastorno disocial de la personalidad", siempre fue la víctima propiciatoria de sus compañeros de barrio y de colegio. Sólo tuvo una ventaja: se libró de la mili.

Mientras, en el laberinto continuaba la búsqueda de una salida imposible porque ningún lugar, le decían, era el adecuado para Fernando. La familia tiene un nivel económico medio y el niño no era deficiente. Los centros oficiales cerraban, pues, sus puertas y su ayuda. Debía acudir a colegios normales, donde, por cierto, el chaval pasaba curso tras curso, a pesar de que incluso ahora apenas si sabe leer y escribir. A los 16 años, un reputado psiquiatra le diagnosticó "esquizofrenia paranoide" y maldijo el hecho de no haberlo podido tratar desde pequeño. Ha llegado a la mayoría de edad sin delinquir. Eso ha sido un alivio para sus padres, que sólo han debido pagar ciertas cantidades de dinero por responsabilidad civil.

Ahora ya es mayor de edad y desaparece de casa largas temporadas. A veces trasnocha en un albergue para indigentes. Otras pide limosna ante la consternación y el dolor de la familia. Pero, al menos, ha pasado la difícil etapa adolescente y parece más tranquilo. Su madre siente haber perdido la batalla. "Yo me pregunto: ¿y, ahora, qué va a ser de él? ¿Qué hará cuándo ya no nos tenga? Porque este tipo de chavales no tienen nada de nada. Ni amigos, ni aficiones...".

En casa de Elvira, la batalla está en un momento álgido. Su hijo Manuel tiene ahora 16 años, está en plena pubertad, y sus padres están aterrados. Él rompe las cosas cuando "tiene un brote" -"en mi casa no hay un solo jarrón"-, pero su peor agresividad la libera sobre todo con los que tiene más cerca, con su familia. Así que desde que a partir de los 11 años Manuel empezó a manifestar su "trastorno de la personalidad", las visitas policiales son habituales en casa. Elvira asegura que a veces tiene que esconderse en el cuarto de baño para poder pedir ayuda desde el móvil y también que Manuel es manipulador, que tuerce la verdad a su antojo de forma paranoica. "De todos sus problemas nosotros tenemos la culpa". Si no puede dormir, enciende las luces de la casa para que los demás tampoco lo hagamos, y si se siente agredido, lo que es habitual, nos pega una paliza.

Manuel ha visitado ya varios hospitales públicos. Allí le atan a la cama y le sedan con tranquilizantes. Luego le vuelven a enviar a casa. No hay sitio para él, como tampoco lo hay para Fernando, ni para los hijos de esos padres que durante estos días han contado su pesadilla a los medios de comunicación.

"Un día llegué al fiscal y dije: 'Mira, aquí tengo a mi hijo y no me lo llevo a mi casa porque tengo un bebé de un año que se tapa los oídos cuando oye a su hermano chillar y porque me pega y me insulta", contaba Marta esta semana a la cadena SER. El hijo de Marta tiene nueve años, y a veces ha acudido a la comisaría con la espalda marcada por los correazos que le ha dado el niño.

Son muchos los padres que, como Marta, han perdido los papeles en ocasiones con tal de ser escuchados, de que alguien profesional atienda a sus hijos. Después, cuando les visitan, se derrumban. "No sabes lo que es ver a tu hijo allí, atado, rodeado de gente mayor y suplicándote: 'Sácame de aquí", dice Elvira.

Otros han denunciado ante el juez a sus hijos y luego han implorado poder retirar la denuncia al ver cómo debían relatar ciertas cosas ante su propio hijo y unos cuantos estudiantes de Derecho.

El año pasado, Manuel pasó un mes en un colegio interno y, de pronto, todo quedó olvidado: los gritos, los sobresaltos y las peleas matrimoniales. "Durante aquel tiempo me di cuenta de que tenía una familia y de que se puede disfrutar de estar en casa con ella, con tu marido y con tus hijos".

Ignacio Avellanosa es médico director de Psiquiatría Infantil del hospital Clínico de Madrid. Junto a él firman este artículo Adela Collado, psicóloga; Isabel Ruiz, trabajadora social; José Luis de Dios, psiquiatra; Margarita Gutiérrez, psicóloga, y Mariluz Cordero, administrativa.

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