Una nueva euroeconomía
Razones hay para la identificación y eventual traslación selectiva a Europa de aquellos factores o decisiones que han determinado los excepcionales resultados que exhibe la economía estadounidense. La reciente superación de ese récord de longevidad de su fase expansiva (107 meses de crecimiento ininterrumpido), lejos de estar acompañada de señales de agotamiento, son de firme pulsación en la demanda y de no menor intensidad en el crecimiento de la inversión empresarial: de ampliación de la capacidad de oferta y continuidad en el crecimiento de la productividad. Como consecuencia, la reducida tasa de desempleo (4,1%, la más baja de las tres últimas décadas) coexiste con una tasa de inflación que, excluidos los precios de la energía, no llega al 2%. Las luces de ese cuadro se completan con la existencia de unas finanzas públicas saneadas, generadoras de un superávit presupuestario cuya asignación es objeto de una tan interesante como inusual controversia entre los candidatos que aspiran a la presidencia de aquel país.En la determinación de esa situación, cuyas diferencias con la de Europa son manifiestas, se ha subrayado la anticipada incorporación de las nuevas tecnologías de la información, y en particular la infraestructura que ofrece Internet como factor explicativo esencial, configurador de la denominada "nueva economía" o economía del conocimiento. Es cierto -aunque no sabemos todavía en qué exacta medida- que la adaptación de las funciones de producción, distribución, comercialización y organización de las empresas a esas nuevas posibilidades tecnológicas está generando ganancias de eficiencia que, en un contexto de intensa competencia nacional e internacional, contribuyen a la tradicionalmente difícil preservación de ese binomio desempleo-inflación en valores reducidos. También sobre esas mismas bases se alimentan las presunciones de continuidad en la suavización de las fluctuaciones cíclicas (los más optimistas llegan a defender la posibilidad de su definitiva eliminación), con el consiguiente impacto favorable sobre el crecimiento de la inversión.
Si esa diferencia de resultados entre las economías estadounidense y europea fuera exclusivamente debida a las ventajas tecnológicas no estaría muy justificada la inquietud que han mostrado en la cumbre de Lisboa los gobernantes de la Unión Europea. No son, a juzgar por los indicadores disponibles, diferencias insalvables. Pero sería un error confiar en que es sólo la intensidad tecnológica relativa (como lo sería confiar su solución únicamente a la multiplicación del gasto, público o privado específico, a la instalación obligatoria de Internet en los colegios o a la forzada configuración de clusters similares a los que emergieron en Silicon Valley) la que explica esas divergencias en crecimiento y empleo a largo plazo.
Más importante que la desigual dotación tecnológica son las condiciones básicas de ambos sistemas económicos, los fundamentos estructurales en los que han arraigado los rasgos propios de esa "nueva economía". El más importante, la capacidad para emprender, la existencia de condiciones más propicias para la asunción de riesgos y la más selectiva asignación de talentos a esa función. Una mayor flexibilidad para el nacimiento de empresas (menores costes y plazos de tramitación) y para su desaparición cuando los proyectos fracasan, al tiempo que una consideración del aprendizaje implícito en los mismos, explicaría la receptividad de aquella economía a la innovación en su acepción más schumpeteriana.
El principal exponente a este respecto es la existencia de un sistema financiero propicio, con un mayor equilibrio entre la intermediación bancaria tradicional y los mercados de capitales, además de una disponibilidad de instrumentos e instituciones más aptos que los europeos para la cobertura de proyectos con riesgo y para la transferencia de los mismos. Junto a esa continua adecuación del sistema financiero, la de otras instituciones, particularmente la del sistema educativo, han posibilitado esa suerte de regeneración empresarial, de contestación de las hegemonías tradicionales que están llevando a cabo los recién llegados.
Ha de ser sobre esas bases, sin duda más difíciles de adaptar que la mera recepción de nuevas tecnologías, sobre las que Europa debería actuar para aproximar su crecimiento y sus niveles de empleo a los vigentes hasta ahora en EEUU, salvando las sombras que ese cuadro americano netamente favorable proyecta a través de un desequilibrio exterior preocupante y, en todo caso, haciéndolo compatible con esas aspiraciones de inclusión social que se han subrayado como prioridades en Lisboa.
Emilio Ontiveros es catedrático de Economía de la Empresa de la Universidad Autónoma de Madrid.
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