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El humor de vivir VICENTE VERDÚ

Margarita Rivière acaba de publicar un libro, El mundo según las mujeres (Aguilar), traspasado de buen humor. No quiero decir lleno de bromas o cosas así sino provisto de una saludable y soleada relación con el mundo. En él se hace referencia a un famoso cuento sobre el proceso que llevó a que las mujeres, finalmente, tras años y siglos de ser dominadas, se desternillaran. La esclavitud a la dieta para alcanzar las medidas del buen tipo, el cuidado de las formas delicadas para seducir, la subordinación a los amantes para conquistarlos en matrimonio, los respetos a las palabras masculinas para feminizarse, la obligación de negarse para obtener la igualdad... Llegadas a un punto de acoso, las mujeres han comenzado a descubrir rendijas muy ridículas entre las prescripciones para ser mujer-mujer, y por esas fisuras les estalla la risa.En general, el libro de Margarita Rivière podría tomarse por una auténtica cosecha de comienzos de siglo, un must muy siglo XXI, como antes se era o no muy Pertegaz. El libro engarza, por tanto, con la tendencia actual a tomarse las cosas de otro modo y con indispensables dosis de cinismo. La demanda de felicidad se ha convertido actualmente en una solicitud demasiado ingenua, demasiado campanuda y hasta fuera de escala; nadie cree en los happy end ni en la sala de cine ni tampoco en el salón comedor, pero en su lugar aparece la ironía y el derecho a la sonrisa. El buen humor resulta hoy para la vida la versión actualizada de la dicha. A la metafísica de la felicidad -en el amor, por ejemplo- la reemplaza la comunicación risueña, a la trascendencia de lo duradero la sustituye el divertimento de una tarde o una vacación. Y cada vez que los solemnes objetivos se eliminan y las metas se reducen, se esfuma la impresión de estar viviendo una aventura o una apuesta extraordinarias y se elude la horrorosa amenaza de la posible adversidad.

El mundo en conjunto aumenta cada día su necesidad de un buen talante colectivo. La idea de la solidaridad frente a la competencia, de la mejor relación con la naturaleza y los demás, el tono creciente de la publicidad, de las emisoras de radio, de las letras de las canciones de éxito, de las novelas más vendidas, de los diseños de coches utilitarios está impregnado de humor. Las decoraciones de los locales, los eslóganes de las firmas, las presentaciones de películas y actores, los portales de la red, atraen al público mostrándose bienhumorados.

Al sentimiento trágico de la vida siguió, a final del siglo XX, un sentimiento empresarial de la vida hasta llegar, como complemento, al sentido divertido de la comunicación y la producción. Nada: ni los libros de ensayos, los libros de texto, las conferencias, los sermones, las videoconferencias, las modas de ropa o las web llegan apropiadamente si no poseen ese aire gozoso. A la oleada de afrontar angustiosamente la vida capaz de generar movimientos como el existencialismo, ha venido a suceder, después de varios cambios y décadas, la actitud de vivir la vida sin grandes horrores o esperanzas grandes; sin el aura de la muerte ni tampoco el botín del cielo; sin el vacío de la nada ni tampoco la consternación de Dios. Cada una de las categorías colosales han sido ocupadas por simulacros de parque temático y por el cáracter, en general, bienhumorado de los mass media.

¿Consecuencias? De una parte, una banalización efectiva del oficio de vivir. Y, de otra, una provisión de sustancia alegre aprovechable para mejorar las condiciones ambientales donde se vive. El llanto, el luto, el negro, la vela, la revolución, el valle de lágrimas, han sido componentes de una escenografía histórica que hizo su papel en un tiempo grave y religioso. Pero ahora llega la ironía, la sonrisa, la secularidad, los colores pastel, lo efímero, lo leve y la pretensión de todos viene a ser la de mostrarse contentos frente al enorme prestigio, moral y estético, que antes poseía la aflicción.

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