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La figura del presidente del Congreso

La democracia tiene dimensiones institucionales estables que no dependen ni de los calendarios electorales ni de las vicisitudes del día a día político. Son anclajes fijos que, más bien, pueden ayudar a orientar los comportamientos políticos de la pluralidad de fuerzas que concurren en competencia para ofrecer sus propuestas programáticas a los ciudadanos. También pueden orientar y favorecer la comunicación entre adversarios políticos, desde su neutralidad, y hacer respetar las reglas del juego, iguales para todos, que permiten una controversia racional e ilustrada. Quizás, entre todas esas figuras, la más relevante y significativa sea la del presidente del Congreso. Durante los cuatro años en que tuve el honor de ocupar esa digna institución intenté construir, con mi comportamiento y con la palabra, un modelo de presidencia del Congreso neutral, por encima de los grupos parlamentarios; en primer lugar, del propio. Así, no participé en las votaciones, siempre me negué a participar en las reuniones del Grupo Parlamentario Socialista y expresé mi voluntad de ser el presidente de todos y de impulsar una imagen de la presidencia y de la Mesa, formada por los cuatro vicepresidentes y cuatro secretarios. En ese esfuerzo, me ayudó mucho el secretario general de la Cámara, don Luis Cazorla, y una administración parlamentaria exquisita en su competencia profesional y en su neutralidad. También me ayudó la votación prácticamente unánime en la que fui elegido. Yo había sido con anterioridad portavoz, y muy activo, del Grupo Parlamentario Socialista, pero mi comportamiento no debió generar rechazo, porque fui votado por todos los grupos parlamentarios, con más de trescientos treinta votos de trescientos cincuenta posibles. Ese apoyo inicial de todos facilitó mucho que pudiera concretar esa voluntad de presidir la Cámara sólo representando la lealtad a la Constitución y el respeto a las reglas del juego.

Mi iniciativa no tuvo continuidad y los dos presidentes que me sucedieron, como el que me antecedió, sólo fueron apoyados por la mayoría, y no por la oposición. También era visible durante esos años la participación de los presidentes en actos o reuniones regladas de sus partidos, e incluso hemos visto, en esta última campaña electoral, cómo el todavía presidente ha vertido afirmaciones sobre candidatos de la oposición, algunos diputados bajo su presidencia, que, siendo prudentes, debemos calificar como inoportunas y poco consideradas. En mi opinión, con este modelo presidencial, más partidista, frente al que defiendo desde la Constitución, y más precisamente desde 1982, se está perdiendo una ocasión de oro para diseñar con firmeza y para la continuidad de un modelo de presidente del Congreso que puede ocupar un lugar decisivo para aproximar posiciones, hacer de puente entre grupos políticos enfrentados, ser respetado y creído desde todos los sectores parlamentarios, dirimir controversias institucionales, resolver conflictos que no pueden ser decididos por el principio de las mayorías, aconsejar desde el interés general y dar opiniones sobre temas de relevancia constitucional que, en principio, deberían tener un plus de credibilidad y de aceptación.

No parece que éste sea el camino que estamos siguiendo, y parece urgente que, después de las elecciones, se pongan de acuerdo los grandes partidos, a ser posible todos, pero necesariamente el PP y el PSOE, sobre la necesidad de dar un vuelco en este tema y alcanzar un acuerdo institucional que permita la acción garantizadora de una nueva figura de presidente del Congreso. Las líneas generales de ese acuerdo constitucional deberían superar las tentaciones de control del presidente por su partido, la mezquindad de las políticas del éxito inmediato y las estrategias coyunturales y de corto vuelo, y apostar con grandeza por potenciar una figura noble, inspirada en los grandes ideales de la democracia, y con una función de ordenación y regulación no sólo de los debates parlamentarios, sino de otras controversias políticas que afecten a las reglas del juego limpio. El temor de los dirigentes de los partidos por generar un contrapoder excesivo, que sentí en mis tiempos, y que se percibe ahora por el poco interés que han suscitado estas ideas, carece de fundamento objetivo, puesto que serían dueños de las iniciativas políticas, de los contenidos programáticos y de las medidas políticas y jurídicas necesarias para implantarlas. Sólo les limitarían las reglas del juego que el presidente del Congreso ayudaría a tutelar, sin necesidad de acudir a las garantías jurisdiccionales ante los tribunales ordinarios y ante el Tribunal Constitucional.

En todo caso, la propuesta para poner en práctica esta idea sobre el modelo más adecuado de presidente del Congreso exigiría un acuerdo parlamentario entre el PP, el PSOE y aquellos otros partidos, a ser posible todos los que tienen representación parlamentaria. Los contenidos mínimos de ese acuerdo serían los siguientes:

Primero. El presidente del Congreso sería un diputado perteneciente al grupo que tuviese más diputados; es decir, de la mayoría absoluta del Partido Popular. La propuesta la haría ese grupo mayoritario en diputados entre aquellos que suscitasen más consenso entre los demás grupos. Aceptado el candidato, todos los grupos implicados en el acuerdo, y necesariamente, para hacerlo oficial, el PP y el PSOE, le votarían en su elección como presidente.

Segundo. El presidente elegido no participaría en las votaciones, incluida la investidura, y no participaría en reuniones ni recibiría instrucciones de su grupo parlamentario de origen. Podría convocar al presidente del Gobierno, a los ministros y a los portavoces de los grupos parlamentarios para facilitar el diálogo entre ellos y dar su opinión sobre temas institucionales que afectasen a las reglas de juego.

Tercero. El presidente y la Mesa dirigirían la administración parlamentaria y aprobarían los presupuestos de las Cámaras, sin interferencia de los grupos parlamentarios ni de las autoridades presupuestarias de Economía y Hacienda.

Cuarto. Se propiciaría un cambio en los reglamentos del Congreso para la resolución de ciertos casos difíciles, como la constitución de las comisiones de investigación y el voto en conciencia de los diputados. Serían supuestos excluidos tanto del principio de las mayorías como de la protección especial de las minorías. En ese sentido, el voto mayoritario no podría imponer o impedir la constitución de una comisión de investigación ni ésta tampoco se podría establecer sólo por la voluntad de la minoría. En el vo

to en conciencia, la solución sería similar: ni el grupo podría impedir por mayoría el voto en conciencia ni el diputado individual tendría una objeción de conciencia aplicable a cada caso para ejercer libremente el voto, con independencia de la posición del grupo.Son dos ejemplos para que el conflicto se dirimiera por un presidente del Congreso, con su autoridad reforzada por su elección unánime y por el ejercicio neutral de esa autoridad. Si existe acuerdo entre los actores, y se decide la constitución de la comisión o la autorización para el voto en conciencia de los diputados en cada caso concreto, habría bastado la autorregulación basada en el diálogo y en la comunicación intersubjetiva. Por el contrario, las patologías, el enfrentamiento de soluciones dispares, deberían ser resueltos, con su autoridad, por el presidente del Congreso. Recibidas alegaciones orales o por escrito de las partes enfrentadas, grupos parlamentarios en el primer supuesto y grupo parlamentario y diputados integrantes del mismo en el segundo, resolvería según su criterio, sin ulterior recurso. Es verdad que se solucionarían así muchos conflictos institucionales, pero eso exigiría un margen muy grande de respeto y de aceptación de su autoridad, que sólo si se crean esas condiciones será posible.

En la monarquía parlamentaria, el Rey no puede hacer alguna de las funciones que desempeña un presidente de república. En este caso se trata de que esas funciones las ejerza el presidente del Congreso, que, naturalmente, despacharía habitualmente con el Rey. Es verdad que sería más fácil que el presidente del Congreso pudiera conocer las opiniones del Rey, por su posición institucional y suprapartidista, que si sólo pudiera expresarse ante el Gobierno y los líderes de la oposición, cuya dimensión institucional es compatible con el pluralismo de ideas. Y es verdad que esa posición institucional del presidente del Congreso se reforzaría en esa comunicación con el Rey, que representa la unidad y la permanencia del Estado, y que, por consiguiente, podría hablar de sus tesis sobre el interés general a través de la boca del presidente del Congreso. En todo caso, estamos de nuevo ante una gran ocasión que no se debe perder. Los candidatos y las direcciones de los partidos Popular y Socialista y de los demás partidos tienen la palabra. Quizás un acuerdo sobre este tema haría mucho más por la participación en las elecciones que cien campañas institucionales. Los ciudadanos tendrían la percepción de que los intereses generales, permanentes y estables, interesan también a los políticos que no sólo se preocupan de su acción en un horizonte temporal limitado y desde el interés preeminente de su partido. Podríamos casi decir que algo del lema del 68, "la imaginación al poder", estaba incorporándose a la respetable política institucional.

-Gregorio Peces-Barba Martínez es rector de la Universidad Carlos III de Madrid y ex presidente del Congreso.

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