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Los cómplices

Cualquier persona es más lista que la policía y está mejor informada. Cualquier persona de esta ciudad sabe dónde se reúnen los ultras que mataron a Aitor Zabaleta, a qué campos de fútbol van y en qué localidades se sientan, qué líneas de metro utilizan para ir al campo, en qué zonas de copas se mueven, por qué barrios hacen sus rondas nocturnas a la caza de alguien a quien golpear. Cualquier persona que viva en Madrid sabe que, a partir de cierta hora, la boca del lobo está en Argüelles, una boca que se abre una y otra vez junto a la estación de autobuses de Moncloa, bajo los árboles del Parque del Oeste o en los bajos de Aurrerá, ese sitio donde los cabezas rapadas acaban de darle otra paliza demoledora a un adolescente ecuatoriano, una más en un lugar en el que ya se han dado tantas y ha habido varios muertos.Cualquier persona de Madrid sabe todo eso, igual que los ciudadanos de Barcelona conocen las madrigueras de los salvajes que hace unos días dejaron tetrapléjica a una joven en la plaza de Cataluña, a las seis de la tarde, golpeándole en la espalda con un bate de béisbol; o como la gente de San Sebastián conoce los cuarteles generales de los hinchas de la Real Sociedad que apedrearon a los seguidores del Atlético de Madrid en el inicio de esa guerra entre imbéciles que desembocó en el asesinato de Aitor Zabaleta. Todo el mundo lo sabe, pero quienes lo tendrían que impedir no quieren saberlo.

Uno no comprende que las personas normales no tengan derecho a escolta como lo tienen, en parte gracias al dinero de los impuestos de esas mismas personas, los cargos públicos. Uno llega a entender que el Estado, los gobiernos regionales o los ayuntamientos no pueden ponerle un guardaespaldas a cada paseante. Pero lo que es una canallada es que no se controlen y exterminen los focos donde los jóvenes violentos se mueven como peces en el agua y en la más absoluta impunidad; que no se quieran erradicar los santuarios de la violencia, prohibir la entrada a cualquier local público de símbolos nazis, desarticular las vergonzosas relaciones entre los equipos de fútbol y esos ultras a veces criminales a los que los mismos clubes subvencionan y alientan, a los que les regalan entradas, facilitan viajes y, como ocurrió hasta hace muy poco en el Real Madrid, hasta les ceden un local en el mismo Santiago Bernabéu para que beban unas cervezas o cometan el delito de revender entradas. Esa complicidad es conocida por todos pero nunca ha sido castigada por nadie. Al contrario: a los radicales se les suelen reír sus travesuras, lo hacen los presidentes de los equipos, lo hacen sus subordinados y lo hacen muchos futbolistas de élite que se han apoyado, a menudo y de forma pública, en esa muchedumbre enfermiza que los jalea, les han dedicado sus goles, arrojado sus camisetas y dirigido emotivas frases de agradecimiento. En este bonito mundo nuestro, el cliente siempre tiene razón, y si eso sirve para no romper relaciones diplomáticas con China o para sacar de la cárcel al inmundo Pinochet, ¿qué podemos esperar que suceda en el caso de los ultras y el fútbol? Ahora van a juzgar a los compañeros de Ricardo Guerra, van a juzgar a Nacho el Loco, Carl, Isma, El Pulga, Nachito, José el Rocker, Isra, El Tocho... Al leer sus apodos, me vienen a la cabeza otros nombres mucho más conocidos, nombres de presidentes, de directivos, de jugadores. Y creo que cada uno de esos irresponsables hundió otro centímetro más de la navaja de Ricardo Guerra, o de quien aquella tarde fuese el verdugo final del Frente Atlético, en el corazón de Aitor Zabaleta. También creo que volverán a hacerlo otra vez. En cualquier caso, parece que empieza a verse alguna luz, todavía muy débil, en el fondo del túnel. Es una buena noticia que empiece a llevarse a los tribunales a los apóstoles del terror y que se haga antes de que les dé tiempo a segar una vida; es una buena noticia que se les pida a los equipos de fútbol que interrumpan sus partidos cuando vean símbolos nazis en las gradas y no los reanuden hasta que esas banderas o pancartas o bufandas sean requisadas por el servicio de seguridad o por la policía. Aunque sería aún más eficaz si en vez de pedírselo con tanta cortesía, se lo exigieran. Y si no lo evitan, que les clausuren el campo como lo hacen cuando un tarado tira una naranja o una botella a un linier. ¿O es que esto es menos grave? Basta ya de contemplaciones.

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