Testimonios españoles de una tragedia
Las familias de dos sacerdotes españoles asesinados en Guatemala se personan como acusadores en la causa. Los demás dicen tener miedo
El cura de la parroquia de Chajul cabalgaba el 4 de junio de 1980 junto a su fiel sacristán cuando ambos fueron emboscados por soldados guatemaltecos. El primero, José María Gran Cirera, misionero, natural de Barcelona y entonces 35 años, iba a lomos de un caballo. El segundo, Domingo Batz, cargaba en su mula con los utensilios de la misa que iban a celebrar en Xeixojbitz, en la región guatemalteca de Chajul. Ambos quedaron allí muertos, en un camino boscoso y solitario, después de recibir siete tiros el primero, dos el segundo y una gruesa lluvia de pasquines guerrilleros para disimular el asalto. Pocas horas después, las noticias oficiales repicaban supuestas batallas entre la guerrilla y el Ejército, que, según los testigos, no se produjeron."Al principio él no tenía un compromiso político, pero los acontecimientos le fueron llevando a un fuerte compromiso social con los indígenas represaliados", asegura desde Barcelona Juan Picas, primo y portavoz de la familia. Cuando el Ejército empezó a avasallar a las aldeas de Chajul para reclutar a los jóvenes a la fuerza, cuenta este familiar, él se opuso. Las mujeres organizaron una protesta, fueron reprimidas y el cura Gran Cirera les abrió las puertas de su iglesia para refugiarse. "Aquello fue su sentencia de muerte", asegura Picas.
Esta familia, así como la del sacerdote navarro Faustino Villanueva, miembro también de Misioneros del Sagrado Corazón de Jesús y asesinado el 10 de julio de 1980, se ha personado como acusación en la querella interpuesta en diciembre por Rigoberta Menchú contra ocho dirigentes guatemaltecos y admitida el lunes por un juez de la Audiencia Nacional.
Pero estos dos no son los únicos españoles que figuran entre las víctimas del supuesto genocidio, terrorismo de Estado y tortura que investiga ya el tribunal español. Otros dos sacerdotes, el asturiano Juan Alonso Fernández, de la misma congregación, y el burgalés Carlos Pérez Alonso, jesuita, murieron también en una oleada de crímenes contra la iglesia que en el vecino Salvador ya se había cobrado, de forma premonitoria, la vida de monseñor Óscar Romero. Además de los cuatro sacerdotes, dos españoles murieron el 31 de enero de 1980 en el asalto a la Embajada en Guatemala: el primer secretario, Jaime Ruiz del Árbol, y María Teresa Devilla.
Las familias de las víctimas españolas que no se han personado en la causa, según fuentes del caso, tienen miedo. "El clima de terror que hubo en su día permanece, hasta el punto de que algunos no se atreven todavía, porque parte de las familias sigue allí y no ven claro el tema de las represalias", aseguran las fuentes. "Si la misma Rigoberta Menchú está amenazada, ¿qué no podrán hacer con otros que tienen menos posibilidades de defenderse?".
Pero en Pamplona y en Barcelona, donde residen los hermanos y otros parientes de Villanueva y Gran, respectivamente, lo cierto es que la esperanza de una cierta justicia ha nacido 20 años después de los crímenes. "Nos enteramos de que le habían matado, fueron preguntando por él. 'Padrecito, padrecito'. Él les recibió y le pegaron dos tiros. Todo porque ayudaba a los pobres", rememora Emilia Villanueva, hoy 65 años, hermana de Faustino.
Se refiere a los dos jóvenes que, el 10 de julio de 1980, un mes después de la muerte de Gran Cirera, llegaron a las ocho y media de la noche a la parroquia de Joyabáj, montando una moto "de gran porte y cilindrada", según la querella de Menchú. La cocinera les guió hasta su despacho y así fue testigo de los dos tiros que acabaron con la vida de este sacerdote que entonces tenía 49 años.
"Él debía estar amenazado, porque la Embajada les había avisado. Nosotros le decíamos que cómo iba a volver allí . Pero él decía que aquella gente no podía estar sin él. Siempre pensaba en volver, era su misión, su vocación", cuenta Juliana Villanueva, la otra hermana de Faustino. Sus padres, ya fallecidos, eran campesinos de Yesa (Navarra). Los de Gran Cirera, vecinos del Ensanche barcelonés, dieron a sus hijos una educación marcadamente católica. Él era empleado de la Compañía de Contadores, y su madre, ama de casa.
Hoy, sus hijos recogen el testigo de una investigación que nunca ocurrió y que, 20 años después, puede ayudar a cerrar la herida que se les abrió al encargar un entierro en Guatemala. "No nos chupamos el dedo, no creo que veamos a los culpables en el banquillo. Pero se trata de un acto de reparación moral", asegura Juan Picas. "Lo importante es que no se vuelva a repetir. Más que el hecho de que vayan a la cárcel, mi corazón desea que no haya más matanzas", dice María Concha Gran Cirera, hermana de José María. El abogado de Comisiones Obreras Antonio García, uno de los que llevan la querella de Rigoberta Menchú, cree que la participación de las familias va a suponer un impulso a la investigación. "Han sufrido durante 20 años estos crímenes, y siguen sufriendo. Pero hoy, por fin, he hablado con ellos y estaban satisfechos", aseguraba ayer.
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