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Ventiladores

Madrid necesita ventiladores. No esos aparatos caseros que se ponen encima de la cómoda para refrescar el ambiente los días de canícula o esos otros de grandes aspas que son fijados al techo y que le dan al salón un aire caribeño. No, los ventiladores a los que me refiero tendrían un tamaño gigantesco, los instalarían a las afueras de la ciudad y su función sería la de crear vientos artificiales capaces de arrastrar la contaminación de la capital en épocas, como las vividas últimamente, de pertinaz estabilidad atmosférica.El proyecto requeriría grandes inversiones económicas y presentaría dificultades técnicas nada desdeñables. Cuando entraran en movimiento sus descomunales palas, generarían una corriente de aire que soplaría como un huracán en los espacios próximos al lugar donde se ubicasen, para poder alcanzar con un mínimo de intensidad las zonas más retiradas. La verdad es que a nadie en su sano juicio se le ocurriría, en la actualidad, promover semejante idea. Aunque todo es cuestión de que un día el problema se agrave hasta el extremo de disparar la imaginación de las mentes más calenturientas. En esa circunstancia se vio años atrás el municipio de Santiago de Chile, cuya posición geográfica junto al mar y al abrigo de los vientos lo convierte en uno de los más contaminados del planeta. Los niveles de contaminación en la capital chilena son de tal naturaleza que los autobuses llevan los tubos de escape como los vehículos anfibios, apuntando hacia arriba, para que los humos superen, al menos, la nariz del ser humano. Y fue allí, en Santiago, donde algunos pensaron que la solución a sus males medioambientales podría ser la instalación de unos enormes ventiladores. Los montarían, según proyectaron, en las faldas de los Andes, creando de forma artificial las corrientes de aire cuya circulación impide ese gran macizo montañoso. El Gobierno del entonces presidente Augusto Pinochet llegó a tomarse el proyecto en serio y hubo, incluso, estudios preliminares en el intento de realizarlo, pero no fue a más. Tal vez los militares chilenos, que entonces mandaban todavía más que ahora, temieron que esos vientos provocados golpearan el alto frontispicio de sus gorras de plato, arrebatándoselas de la cabeza. O, quizá, previeron los poderes curativos que los aires emponzoñados ejercerían años después sobre su amado dictador, quien, nada más respirarlos en el aeropuerto de Santiago, al salir del avión que lo trajo de Londres, se levantó de la silla de ruedas y anduvo, como Lázaro, ante el asombro de sus leales. Afortunadamente, y aunque el aire de Madrid está últimamente algo sucio, no tiene un efecto tan salutífero para los tiranos. No obstante, en nuestra capital empiezan a surgir voces que reclaman la adopción de medidas drásticas para mejorar la calidad de la atmósfera. En abierto contraste con la tibieza inoperante de los responsables de Medio Ambiente, algunos grupos ecologistas desvarían cuando los índices de contaminación se elevan por encima de lo normal. Los primeros se limitan a reclamar moderación a los ciudadanos en el uso de las calefacciones y una mayor utilización del transporte público, y los segundos reclaman iniciativas tan disparatadas como el cobro de peaje a los automovilistas que quieran entrar a Madrid.

Esto último es lo que ha propuesto la organización Ecologistas en Acción con el objeto de disuadir a quienes usan el coche a diario para desplazarse a la capital y obligarles a utilizar los autobuses o trenes de cercanías. No quiero imaginar el follón que se montaría cada mañana en las carreteras de acceso si el Ayuntamiento sembrara de taquillas las entradas a la capital, como ocurría antaño con el fielato. El automóvil soporta una presión impositiva de tamaña intensidad que cualquier sobrecarga resultaría simplemente indecente. El propietario de un coche paga el impuesto de compra, el de matriculación, el de circulación y, además, el 70% del precio de la gasolina que consume va directamente a Hacienda. La mejor política medioambiental sería invertir al menos una parte sustancial de esa recaudación en ofrecer un transporte público tan rápido, cómodo y eficaz que disuada a la gente para que deje el coche en casa, no cobrarle más impuestos manu militari. Empiezan con los peajes y terminan demandando ventiladores. Menos mal que el tiempo ha cambiado.

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