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Sanleón

Miquel Alberola

MIQUEL ALBEROLA

Lo más puro y artístico de la grotesca reyerta política protagonizada por dos departamentos de la Generalitat a las puertas del IVAM con la escultura de José Sanleón de fondo ha sido la decisión del artista de destruir su obra para acabar con un cúmulo de despropósitos al que quizá no cabía un desenlace más disparatado. Sin embargo, esta salida tan geni(t)al, y tan incontrovertible por lo que respecta a la libertad de creación y destrucción del propio artista, da pie a otro desaguisado, que es haber escacharrado un bien público (la Generalitat pagó a Cleop y ésta hizo suspensión de pagos sin que el dinero llegara nunca a Sanleón) con el aval del Consell, lo que todavía hace presumir un epílogo griego en el que no desentonaría alguna destitución. Sin duda, Sanleón debió valorar con más acierto las consecuencias que podían derivarse de la torpeza de quien le propuso trasladar su escultura a las escalinatas del IVAM. Del mismo modo que quien el jueves le consintió y acreditó la destrucción de una obra, que ya no era de su propiedad, debió atenuarle el orgullo y persuadirle de la conveniencia de aceptar la propuesta de la Universidad de Valencia, cuyo rector abrió la posibilidad de ubicarla en el nuevo campus. O, en todo caso, buscarle un emplazamiento menos envenenado. Visto el balance, Sanleón es quien se lleva la peor parte de esta fantochada en la que se dejó llevar y que abre una perspectiva sobre hasta qué punto los artistas son un instrumento a disposición de los arañazos de los que mandan. Hasta el director del IVAM ha sacado brillo al período mate de su gestión con este episodio y se ha hecho un traje de autonomista con las firmas de eminentes artistas, que incluso podría servirle de sudario. Pero esta escultura maldita, aunque ya no exista más que tatuada en algunas malas conciencias, ha alcanzado la inmortalidad para fastidiar las pretensiones de algunos tipos que, empapados en su propio sopor, han disipado la poca substancia que les queda en caricaturizar el talento creativo de Sanleón como el de un pintor de brocha gorda. Su truculento fulgor y muerte ha superado el éxito de cualquier antológica. Y, por supuesto, deja al armario de Tàpies en lo que es.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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