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Panes y peces

Que el pez grande se coma al chico es ley de vida, o ley de selva, según se mire; la naturaleza sólo es sabia en lo que concierne a sus objetivos de supervivencia, la naturaleza no tiene conciencia como el mercado no tiene alma. La naturaleza y el mercado son desalmados por naturaleza y conveniencia. No se pueden pedir peras al olmo, ni sentimientos a una multinacional. Los enormes cetáceos comerciales de las grandes superficies fagocitan a los pequeños comercios con la misma indiferencia que los grandes depredadores gastan con sus indefensas presas, imperturbables, insensibles como los tornados o los terremotos.En Madrid, como escribía en este periódico hace unos días Vicente Verdú, los pequeños comercios son ya una especie en vías de extinción, los detallistas sucumben por miles cada año en las fauces de voracísimos centros comerciales, acreditadas franquicias o hipermercados kilométricos en los que la compra y la venta se automatizan y, a cambio de un descuento en el precio, reducen cualquier relación personal a su mínimo común e imprescindible denominador.

El pequeño comercio madrileño de estirpe galdosiana y barojiana, la empresa familiar, patriarcal y preindustrial, anclada en el pretérito, la del buen paño que en el arca se vende y el tendero con lápiz en la oreja haciendo cuentas sobre el papel de estraza, aún no ha desaparecido totalmente, pero está definitivamente condenada y emplazada.

El comercio minorista que en Madrid se esfuma sin pena ni gloria, ni Galdós, ni perro que le ladre, en Barcelona se mantiene como especie protegida que ha sabido adaptarse a la medida de los tiempos. La tienda de ultramarinos y coloniales, por ejemplo, que ya no es vieja, sino tradicional, ha orientado su oferta hacia productos de la tierra, especialidades artesanas y mercancías selectas que no admiten la masificación de las grandes superficies y requieren tal vez la mediación de un vendedor de confianza. La especialización, el trato personal, el asesoramiento y el detalle compensan la diferencia de precio y permiten la supervivencia de un gremio que en Madrid, salvo honradas excepciones, parece haberse rendido sin batalla.

El centro de Madrid es un desierto crucificado con rótulos de se vende, se alquila o se traspasa, pasquines publicitarios ciegan los escaparates y abigarrados grafitos embadurnan los umbrales, un cementerio de locales caducados que esperan resucitar milagrosamente como tiendas de informática o de todo a cien, de telefonía móvil o de frutos secos y litronas de contrabando.

Cuando los grandes almacenes de la Gran Vía amenazaban con hundirles definitivamente el negocio, los pequeños comercios de la calle del Pez se asociaron para anunciarse colectivamente en la radio y ofrecer a sus clientes bonos y descuentos, los empresarios pagaban la iluminación pública en navidades o por San Isidro y competían en el buen trato, el crédito y la rebaja para mantener fiel a su clientela y que no cayera deslumbrada por las luminarias de la cercana y gran arteria. No les duraría mucho la felicidad. Dificultades de aparcamiento, continuas y sospechosas obras públicas con levantamientos de calzadas y cortes de tráfico, edificios abandonados a la ruina por sus propietarios para jugar a la especulación y otras, innúmeras y penosas, trabas administrativas o impositivas derribaron definitivamente su endeble infraestructura y agostaron su iniciativa.

El cambio de domicilio de la Universidad de San Bernardo dio el tiro de gracia al feliz invento y la calle del Pez ("Quien compra en la calle del Pez bien sabe lo que se pesca") quedó anegada por la marea de los nuevos tiempos, salvo unos cuantos islotes milagrosamente preservados.

Hoy, como en otras tantas calles del centro, en la calle del Pez abren sus puertas, en precario, nuevos y atípicos comercios, librerías especializadas, tiendas de cómics, locales artesanos, restaurantes efímeros e incluso un teatro. Establecimientos huérfanos de toda protección dando tumbos en un mar de tormentas sin faros y sin vigías. Mientras, las instituciones parecen más empeñadas en hundirlos que en reflotarlos. Ahora Madrid, y no Barcelona, es el Titanic.

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