Juan Diego Un sufrimiento desgarrado
La necesidad de conquistar Madrid ha llevado a muchos de nuestros actores y locutores a tapar su andaluz, o por lo menos a reestructurarlo, adaptándolo al estándar de la meseta en mayor o menor medida.Hay casos en que este castellano profesional se ha hecho irreversible, y otros en que se aprecia un cierto retorno, siquiera ocasional, al habla materna. Mucho hay sufrido por esos vericuetos de la España cañí y carpetovetónica a cuenta de esto. Cómo será, que algunos de sus protagonistas todavía no se han decidido a contarlo.
Uno de los casos en que se nota que el sufrimiento debió alcanzar niveles de verdadero desgarro, por la violencia interior a la que hay que acostumbrarse, es sin duda el del buen actor, y estupenda persona, que es Juan Diego. (Homenajeado el pasado día 13 por la Asociación de Escritores Cinematográficos).
Semejante a la que debió sentir cuando le tocó en suerte encarnar para el cine (Dragón Rapide) a aquel general triponcete que a todos nos tocó padecer durante cuarenta años. Hasta que se dio cuenta de que la ridiculez del personaje histórico, bien interpretada, podía ser su mejor contribución al antifranquismo y a la causa del partido de los pobres, donde siempre ha militado.
Lo de "el partido de los pobres" ya saben que lo decía Federico García Lorca. Pues bien, precisamente en la adaptación para el cine de Yerma, por Pilar Távora -otra defensora de lo andaluz en la profesión- pudimos ver a este sevillano de pueblo profundo, de Bormujos, esponjarse en su andaluz natal, como si de pronto le permitieran respirar a sus anchas.
De la banda sonora de esa película tomamos algunas muestras: ¿Qué hacej-en ehte sitio?... La honra de mi caza ¡Porque ereh mi mujer!... Todo te lo aguanto menoh eso... Con loz-ojoh abierto al lado mío... cuando voy a pesar la harina todoh cayan... ¡Silencio!
A simple vista se comprende, por lo irregular del resultado, que faltó un poquito de mayor reflexión acerca del problema, que no era menudo: revalorizar el andaluz como forma útil del español para la tragedia; y tragedia lorquiana, además -con lo que Lorca rehuía justamente cualquier atisbo populachero en su obra-, y a través de un registro que pudiera sonar a popular genuino, alejándose de los extremos del vulgarismo y de otros rasgos poco o nada prestigiados.
Por último, pero no lo último, en un entorno lingüístico no precisamente granadino, sino del cinturón de Sevilla. (Para colmo, Pilar Távora se fue a rodar a la sierra de Huelva, donde se distingue regularmente entre ese y zeta).
Pues a pesar de todo, más mérito hay que concederle a la audacia de esta producción. Y es que una vez puesta en marcha la nueva convención estética -algo así como habla andaluza de pueblo vagamente occidental- el asunto funcionó bastante bien, y en especial por el magnífico aprendizaje que de esa forma reestructurada hizo la actriz Aitana Sánchez Gijón, y que ya hemos ensalzado en otras ocasiones, como ejemplo feliz de lo contrario que denunciábamos al principio de este artículo.
Uno más que sumar a ese lento pero indefectible ascenso del andaluz a la categoría artística que se merece. Se hace camino al andar.
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