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80 años de distancia

JOSÉ LUIS MERINO

Dos exposiciones altamente significativas se pueden ver estos días en Vitoria. Una, en la Sala Amárica, bajo el título, Remirada, que muestra al público un gran número de obras adquiridas por el Museo de Bellas Artes de Vitoria en la década de los ochenta. La otra, en la sala de la Fundación Caja Vital de la capital alavesa, con el título Pintores españoles del siglo XX en París.

El encuentro con obras de artistas que triunfaban en España en los años ochenta no puede resultar más decepcionante. Muy pocos de los allí representados poseen interés alguno. La mediocridad general incluye lo mismo a vascos, que andaluces, castellanos, catalanes, aragoneses, valencianos, gallegos u otros nacidos sobre la quebrada piel de toro. La mayoría de esos artistas laboraron sus obras mirando a todos los lados, preocupados únicamente por querer estar a la moda. No les interesaba indagar dentro de ellos mismos, quizá porque temieran no encontrar nada. En su defecto, tomaron la opción de lo rápido y exitoso, quiero decir lo que había dado nombradía y dinero a aquellos a quienes imitaban. Contaban con el apoyo de determinados críticos -cómplices de sus pírricas naderías estéticas- que los promocionaron a bombo y platillo.

Pasó la década. Como es de rigor, el paso del tiempo se erige siempre en implacable juez de la historia. ¿Qué ha quedado de toda esa barahúnda de impersonales propuestas? Salvo lo acreditado por unas pocas excepciones, el resto son torpes reminiscencias de exiguo valor de lo que pudo ser arte y no fue, desperdigados por las paredes y el suelo. En conjunto han tejido una metáfora cercana a la fábula que alentaba aquel disparatado coro de asnos en busca de una flauta. Para mayor escarnio, no pocos de esos artistas se dieron a la fuga, pasándose a modas de nuevo cuño, dejando a la crítica que los jaleaba en purititos cueros...

En el encuentro con los Picasso, Miró, Iturrino, Vázquez Díaz, Bores, Peinado, Viñes, Óscar Domínguez y otros, reunidos en la Caja Vital como pintores españoles en París, la cosa cambia. Junto a obras de evidente escaso interés, encontramos algunas otras que son una vaharada de delicia. Descubrimos a Ginés Parra, un pintor recio, extravagante y con carácter. La obra de Ismael González de la Serna, fechada en 1928, de título Figura, es de una originalidad supina. En tres óleos pequeños de Manuel Ángeles Ortiz, observamos que el artista dejó de lado por dónde iba la moda -porque esos cantos de sirena han existido en todas las épocas- para centrarse exclusivamente en aquello que le dictaba su interior. El grabado de Luis Fernández resulta conmovedor por su sutil intimismo.

Sorprende gratamente el óleo de Óscar Domínguez. Las dos notitas de Joan Miró contienen el peculiar encanto mironiano. Tres óleos grandes de Iturrino, con su vigoroso colorismo, se alzan potentes en medio de tantas obras de reducido tamaño. A destacar, asimismo, un buen dibujo a tinta china de Benjamín Palencia, de 1932. El retrato que le hiciera Vázquez Díaz al pintor bilbaíno Juan Echevarría se puede cifrar como una de las piezas relevantes de la exposición. Francisco Bores y Joaquín Peinado están representados con obras de muy variada calidad y condición, pero siempre revistiendo un especial interés cada una de ellas.

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Nos gustó el óleo de Orlando Pelayo, titulado Le Courtisan. Como si presidiera el encuentro de la españolidad plástica parisina, en un lugar prominente aparece un óleo de Picasso, hecho como sin esfuerzo de cuatro trazos breves, con esa maestría única que atesoraba el maestro malagueño.

Es preciso poner de relieve la ausencia de un artista tan cualificado como Juan Gris, y la de tres escultores de no menos importancia, como son Julio González, Manolo Hugué y Pablo Gargallo.

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