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HISTORIAS DEL COMER

Las bases de la buena cocina

Se ha repetido hasta la saciedad por parte de cocineros, cocinólogos y cocinillas que la línea divisoria de la cocina no debe hacerse tanto entre lo nuevo y lo viejo, la tradición y la modernidad, ni siquiera, al menos en teoría, entre lo pausado y lo rápido, sino entre la buena y la mala cocina. Precisamente, el eje de esta bondad o deficiencia se encuentra en el cumplimiento de unos mínimos técnicos y estéticos, para que las cosas no sólo sean bellas y singulares, sino ricas, suculentasEntre estos requisitos de la mejor culinaria nos encontramos con dos elementos que, al margen del punto de cocción, de la originalidad o del esteticismo del plato, son la madre del cordero. Por un lado está el caso de los rehogados, a la cabeza de los cuales se encuentra el sofrito y, por otra parte, los caldos base que enriquecen salsas y otras preparaciones y que van desde los fumets (llamados así sobre todo los de pescados), a los caldos oscuros (fondos con verduras y huesos tostados) o claros (de carnes o aves), hasta el reconfortante consomé.

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La base del sofrito es bien sencilla. Consiste en un rehogado que actúa como una base de posteriores preparaciones culinarias. Está compuesto por cebolla, ajo, tomate y a veces otras verduras. Resulta esencial en la cocina mediterránea, pero más aún en la cocina catalana. Este rehogado ya aparece en la Edad Media con el nombre de "sosenga" o "sosengar", aunque los antecedentes del sofrito están en la antigua Grecia. En concreto, lo utilizaban en una receta de civet que da uno de los siete cocineros legendarios de Grecia.

Antigüedad

La cocina romana de la antigüedad, sin embargo, era menos sutil y se utilizaba menos el sofrito. Todos estos datos vienen a confirmar que antes de que el tomate hiciera acto de aparición en Europa procedente de América ya había fórmulas singulares sobre el sofrito. De hecho, ya aparece mencionado nada menos que en el libro de Sent Sovi, en 1324, sobre la cocina medieval catalana. El sofrito se hacía entonces, con cebollas y puerros, añadiendo a veces tocino en salazón. Hoy en día también se hacen sofritos con sólo aceite y cebolla, muy pochada, casi deshecha. Sin ir más lejos, en la cocina vasca se utilizan mucho estos dos elementos, bien sustituyendo el tomate por el pimiento o bien con ambas hortalizas.

El sofrito es un fondo de cocina esencial para toda clases de guisos. Muchísimas recetas, sobre todo mediterráneas, empiezan con el clásico "preparemos en primer lugar un sofrito", casi como el "érase una vez" de los cuentos infantiles. Un sofrito que hoy no imaginamos sin el concurso de la grasa más noble del mundo, el aceite de oliva, sin cuya participación se desvirtuaría la esencia de esta preparación, perdiendo su carácter mediterráneo. Aunque también es verdad que ha habido épocas o zonas en que por falta de este aceite se utilizaba manteca de cerdo. El secreto máximo de este rehogado fundamental consiste en caramelizar mucho la cebolla. Como decía Néstor Luján, "la cebolla debe alcanzar el color extraño y misterioso que en la escuela de Venecia obtenía el maestro Tiziano". Con una expresión algo exagerado, lo que venía a decir el gran escritor catalán es que había que dar al sofrito un tono entre dorado y castaño. Cumplido este requerimiento, basta con freír al principio los ingredientes a fuego vivo para que los jugos se concentren y se caramelice la superficie, y después dejar hacer suavemente.

Otro de los pilares esenciales de una buena cocina son los caldos básicos. No sólo los caldos para tomar tal cual, sino también de los que sirven para reforzar otras preparaciones. A la hora de hacer un caldo es importante el recipiente que utilicemos.

Lo mas idóneo es una cazuela grande, alta, es decir una olla. Los mejores son los que tienen base reforzada y una capacidad de unos cuatro o cinco litros. Insistimos en la cuestión del tamaño, porque hay que empezar con una cantidad importante de agua, para que esté cuatro o cinco horas cociendo y aún quede líquido. Y además deben caber las verduras, los huesos, las carnes, lo que echemos, con espacio suficiente y bien cubiertas.

La utilización de los huesos a la hora de elaborar un caldo no es un tema baladí. No sólo le dan sabor a la preparación sino que, además, los huesos contienen gelatina que da cuerpo al caldo cuando está terminado. Los que más gelatina tienen son los huesos de ternera, de rodilla, y las manos y patas de pollo. Los de cerdo dan un sabor un poco dulce a los caldos. Y los de cordero no son muy convenientes porque dan un sabor excesivamente fuerte. Es bueno que los huesos tengan tuétano y conviene cortar trozos grandes para que nos se astillen. También, que los trozos de carne no tengan mucha grasa. Si echamos, por ejemplo, algún ave como gallina o pollo, debemos siempre espumar el caldo, que es quitar con una espumadera las suciedades que se forman en la superficie.

En cuanto a verduras, las más útiles son las zanahorias, las cebollas, los puerros y el apio, aunque este último con mucho cuidado, porque es muy fuerte. Entre las hortalizas es mejor no utilizar los nabos, la coliflor o la berza; ese tipo de hortalizas tiene un sabor demasiado poderoso.Los tomates pasados se pueden utilizar si se quiere dar color, pero nunca en cantidades demasiado grandes porque aporta acidez.

En cuanto a las patatas se suele decir que es mejor no usarlas. Sin embargo, uno de los mejores caldos como base de muchos guisos es el de la tradicional porrusalda; eso sí, colado. Otro es el consomé, al que el histórico cocinero aragonés Teodoro Bardají lo calificaba como el "caldo perfecto".

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