Ni lo era ni ha dejado de serlo
En un país, como el nuestro, proclive a inferencias apresuradas y a la puesta en circulación de asertos indemostrados, parece estar cobrando carta de naturaleza la idea de que, tras las elecciones del 12 de marzo, la sociedad española ha dejado de ser de izquierdas. Una afirmación de tan grueso calibre no puede sino suscitar una respuesta escéptica: seguramente ni lo era ni ha dejado de serlo. En realidad, no podemos saber bien ni una cosa ni otra, porque carecemos de definiciones precisas, indicadores concluyentes y datos inobjetables al efecto. Pero ni tal conclusión se deduce necesariamente de los resultados electorales ni proporciona la explicación más convincente de éstos.En efecto, inferir mutaciones sensibles en la distribución de las orientaciones ideológicas de meros resultados electorales, por espectaculares que éstos sean, constituye un non-sequitur. La Norteamérica progresiva de 1972 vio cómo el ultraderechista Nixon arrollaba al socialdemócrata McGovern, mientras en la más conservadora de 1992 Clinton se imponía a Bush. Y si la relación de causalidad fuera tan mecánica como se supone, habría que colegir que la sociedad francesa acostumbra a cambiar de personalidad cada cinco años -a veces cada dos-, en una incesante sucesión de esquizofrénicos vaivenes. Afortunadamente, la alternancia en el Gobierno no requiere de previos bandazos ideológicos, ni hay que esperar a que un país cambie de piel para que mude el color de su Gobierno.
Volviendo al caso que nos ocupa, bastaría con que una parte importante de los casi tres millones de antiguos votantes que el 12-M no reiteraron su apoyo al PSOE e IU hubieran encontrado motivos suficientes, a su juicio, para mantenerse fieles -en lugar de optar por la abstención- para que el debate de hoy no tuviese razón de ser. Se trata, por supuesto, de una hipótesis a confirmar, pero como tal no resulta descabellada. Las mismas encuestas poselectorales nos dirán cuántos electores han cruzado fronteras partidarias, pero parece probable que el grueso de la explicación de lo ocurrido se halle más bien en el contraste entre un partido en estado de pujanza que mantiene y aun incrementa sus apoyos electorales y otros en horas bajas que ceden parte de los suyos a la abstención. Y mientras las ganancias del primero pueden muy bien proceder de nuevos votantes y de los atraídos de formaciones adyacentes, la abstención de los segundos seguramente no deriva de que se hayan hecho de derechas -por seguir utilizando el crudo lenguaje de la afirmación que motiva estas líneas-, pues en ese caso probablemente hubieran votado al PP. Una explicación más fácil y convincente es que tales electores, probablemente situados en la corona exterior de los respectivos electorados, proclives a la izquierda o al centro-izquierda, pero sin adscripción partidaria, no han sentido la suficiente pulsión de cambio, tras sólo cuatro años de alternancia en el Gobierno, que han coincidido con una coyuntura de excepcional boyantía, como para olvidar su insatisfacción hacia los partidos a los que antaño apoyaron, y en el curso de una campaña aletargada, en la que el triunfo del PP estaba descontado, no han encontrado suficientes razones para movilizarse, al contrario de lo que ocurrió en 1993 y 1996. Pero nada asegura que su desafección sea definitiva. Entre los determinantes inmediatos de los cambios en la distribución de apoyos electorales, pocos hay tan decisivos como el estado de salud política de cada fuerza y la percepción que el electorado tiene de su valor actual de mercado. Tan mal haría la fuerza política que confiara en una supuesta mayoría natural como la que pensara que las afinidades ideológicas han desaparecido.
Si los resultados electorales no permiten por sí mismos deducir cambios en la distribución de preferencias ideológicas, ¿hay otras pistas a las que recurrir para detectarlos? Una vía es la que resulta de la autoclasificación de los ciudadanos en una escala de 1 a 10 que representa el espectro ideológico. Los valores medios que tradicionalmente ha deparado tal autoubicación han tendido a inclinarse a la izquierda, entre 4,5 y 4,7, cuando el fiel de la balanza se encuentra en el valor 5,5. Sin embargo, este indicador debe ser tomado con un grano de sal. Por un lado, a pesar de tratarse de una escala numérica, no son descartables sesgos semánticos relacionados con la estigmatización de la idea de derecha, y del término mismo, con la consiguiente preferencia por los espacios que corresponden al centro. Por otro, la exactitud de la medición está lastrada por la dificultad de distribuir a los que se niegan a responder, no menos de uno de cada cinco. Si la distribución de orientaciones prevalente en este segmento no fuera similar a la del resto, el valor medio efectivo podría verse sensiblemente alterado. En los últimos cuatro años la media se ha desplazado unas pocas décimas hacia el centro, pero los que se alinean a la izquierda del ecuador aún son más que los que se ubican al otro lado. Esto puede reflejar tanto leves cambios en la distribución de orientaciones ideológicas como reducción de los sesgos semánticos.
Lo que antecede no implica que nada se mueva o cambie en las preferencias ideológicas. Es muy posible que esté cambiando la cultura política de los españoles, pero también que lo haga con la lentitud cuasi geológica que le es propia. La actual cultura política se fraguó en los años de la transición, cuando muchos ciudadanos experimentaron un proceso de intensa resocialización política adulta, y se consolidó en la primera mitad de los años ochenta, en un tiempo presidido por el descrédito de los valores asociados al régimen anterior y la idealización de los asociados a la democracia. En estos años, un puñado de valores progresistas ganó la batalla del prestigio social en España.
El hecho de que amplios segmentos de la sociedad española hicieran suyos valores propios de la izquierda ha proporcionado cierto fundamento a la reiterada afirmación de que la sociedad española era de izquierdas. Ahora bien, no sería prudente exagerar la significación y consecuencia de tal cultura política. Un motivo de cautela radica en la escasa congruencia observable entre opiniones y actitudes, por un lado, y comportamientos, por otro, que caracteriza nuestra cultura política. En efecto, la adopción de valores universalistas y avanzados por parte de los españoles ha sido en parte retórica: así, la simpatía hacia el ecologismo es compatible con arrojar papeles y colillas por la ventanilla del coche, o regar de plásticos campos y jardines; la simpatía por el feminismo no implica repartir más equitativamente las tareas domésticas, y la simpatía abstracta hacia la idea de inmigración y el rechazo masivo del racismo coexisten con altos niveles comparativos de discriminación de los inmigrantes en el mercado de trabajo y en el acceso a la vivienda, cuando no con estallidos de violencia xenófoba. Aun así, el hecho de que la deseabilidad social sea más bien progresista no carece de relevancia. Es posible que el influjo de los años de la transición se esté debilitando, por el paso del tiempo, por el relevo demográfico y también porque los tiempos cambian, y los noventa son distintos de los ochenta. Como alguien dijo, hasta los gobiernos influyen. Pero de ahí a afirmar que la sociedad española ha dejado de ser de izquierdas hay una cierta distancia.
Joaquín Arango es profesor de Sociología en la Universidad Complutense.
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