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El Ejido y el cambio de modelo migratorio

Lo peor de nuestra política migratoria se ha dado cita en El Ejido. El desgobierno de los flujos, un sin control de los efectivos que allí se reúnen, el abastecimiento sobrado de mano de obra y la política de segregación residencial en lugar de una práctica integradora. La conclusión que conviene sacar de lo sucedido es la de repensar nuestro modelo migratorio y, quizás, cambiarlo. Ha sido un modelo basado en la ley de 1985, que, además, fue aplicada de un modo restrictivo y arbitrario. Una ley que ponía difícil al inmigrante conseguir un permiso, y aún más renovarlo. Una ley sin familia y sin integración acompañada por una práctica administrativa rígida que ha generado una plétora de "irregulares sobrevenidos". En pocas palabras, un contramodelo migratorio que ha producido en los inmigrantes inestabilidad jurídica y exclusión social. El racismo popular en El Ejido ha sido la expresión rotunda de todo ello.El conflicto étnico y la violencia contra la minoría que ha estallado en el Poniente almeriense debe interpretarse como parte de un pulso social de aristas duras. Porque existe un Ejido social cuya historia es menos brillante de lo que aparenta. En el llamado milagro agrícola no es oro ni verde todo lo que reluce. Es verdad que durante los años setenta los beneficios vinieron rodados, pero desde mediados de los noventa muchas familias de agricultores no han podido hacer frente al endeudamiento y han vendido la propiedad. Los costes de los cultivos se multiplican y para aumentar la producción hay que ampliar la superficie invernada, el número de trabajadores y las horas trabajadas. Más que el oro, lo que allí brilla es la sobreexplotación, pero no sólo de los inmigrantes, sino también de las familias, de los acuíferos y hasta de las matas que antes producían dos kilos y ahora han de dar cuatro. Se evidencian problemas de distinto calado como la caída de precios, los excesos de los intermediarios, la dependencia en la comercialización y, en fin, la inexorable salinización. Los límites ecológicos indican que tampoco es verde el mar de plástico que allí se ve. Año tras año han ido cundiendo los nervios, y la inseguridad entre la población y el ambiente se ha cargado de tensión. Éste es el humus donde ha fermentado la violencia social y el racismo contra el jornalero extranjero.

En el escenario hay cuatro actores principales. De sus relaciones y de las reglas de juego va a depender el resultado. El primero es la población que vive por y para la propiedad familiar, hecha a la división sexual en el trabajo, al abandono escolar y a la jerarquía salarial.

El segundo protagonista son los políticos locales. Porque allí la inmigración fue ya objeto de debate en la campaña electoral de 1995. De un modo continuado caía sobre los marroquíes la culpa de cualquier hurto, mientras que cada denuncia de discriminación se ha vuelto en su contra. Seguramente sería distinta la situación en El Ejido si los inmigrantes legales pudieran votar.

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El tercer actor es un tipo de empresario que se ha hecho a sí mismo sobre la base de arriesgarse y de trabajar sin descanso. Un agricultor que antes de convertirse en propietario fue inmigrante y jornalero. Astillas de un mismo palo respecto de los inmigrantes actuales. Con una cultura de trabajo en la que prima la contratación verbal y las relaciones clientelares. Donde los derechos se han convertido en favores bien para regularizarse o para acceder a una vivienda.

El cuarto y último en aparecer en la escena ha sido el inmigrante. Un inmigrante diverso en etnia, características y planes de instalación. Aunque en su mayoría proceda del norte de Marruecos y predominen los hombres. Un flujo sin comprobación en su cantidad, en su asentamiento espacial y en su rotación legal. Donde las solicitudes van por un lado, el número de los que ocasionalmente trabajan va por otro y los contratos en la forma debida se quedan muy por debajo. Un inmigrante dividido que entrará en la dinámica del choque de unos contra otros. Un extranjero excluido económica, social y políticamente de los nativos y hasta de sus propios compañeros.

En resumen, nos encontramos con un contexto local desfavorable para la integración y para la convivencia con los inmigrantes. En una situación como la actual no basta con aconsejar la necesaria relación intercultural, que requiere de medios y de un plazo de tiempo largo, sino que se impone el cumplimiento de las leyes.

De ahora en adelante la tarea reside en evitar que echen raíces nuevos Ejidos y poner en pie otro modelo de gestión de las migraciones. Una política que entienda la dinámica de la inmigración y que sirva con criterio las demandas de mano de obra distinguiendo las temporales de las definitivas y las cualificadas de las que no lo sean. Un modelo que proporcione estabilidad legal y promueva el reagrupamiento de las familias y que exija de todos los actores el cumplimiento de los deberes y el respeto de los derechos. Es necesario seguir otro derrotero. El tenor del reglamento que interprete la nueva ley y el modo como se lleve a cabo la próxima regularización constituirán las inmediatas pruebas de fuego del cambio de rumbo. Para que en El Ejido se borre la pesadilla y retorne la imagen de un pueblo industrioso hecho por todos.

* Suscriben este artículo Joaquín Arango, Liliana Suárez, Ubaldo M. Veiga, Natalia Ribas, Bernabé López, Pablo Pumares, Ángeles Ramírez, Laura Mijares, Mercedes Jabardo y Ana López, participantes en una reunión celebrada en la Universidad Autónoma de Madrid en la que se discutieron las líneas básicas del texto.

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