Los socialistas
La situación del PSOE es grave, pero sólo será desesperada si cunde en sus filas la pasión del linchamiento o la superstición de que todo se reduce a dar con un mirlo blanco o la ocurrencia genial. De cómo encauce la búsqueda de soluciones a sus problemas -de ensimismamiento y de liderazgo- depende la existencia de una oposición eficaz frente a un Gobierno conservador con mayoría absoluta; y de esa oposición dependen equilibrios básicos del sistema: el control del Gobierno, pero también la posibilidad real de alternancia. De ahí que lo que pase en el PSOE sea ahora un problema de interés general. Algo similar a lo que sucede en Alemania con la crisis de la CDU: todo el sistema político se resiente de la debilidad de una oposición que no acaba de creerse lo que le pasa.Los socialistas creyeron en 1996 que su paso por la oposición sería un paréntesis. De acuerdo con esa ensoñación, no aprovecharon aquella derrota para ponerse al día en ideas y favorecer la renovación generacional. Los ex ministros siguieron al frente del partido y del grupo parlamentario, como un Gobierno en la sombra, preparado para volver de inmediato. Es más fácil hablar de renovación que incluirse en ella, y durante estos años han desoído todas las señales de que la gente estaba dispuesta a perdonarles los errores sólo si se retiraban a segundo plano. La renuncia de González a la secretaría general se resolvió en clave de continuidad, con una ejecutiva que por primera vez no integró a las tendencias minoritarias y la pérdida de las primarias por Almunia no hizo cambiar las cosas. No se trata tanto de si Borrell era o no el mejor candidato, sino de que el mensaje era de cambio. De ideas y de personas. El hecho de que muchos ciudadanos estuvieran deseando pasar página respecto a las más oscuras escritas en la década anterior no significa que a la gente le pareciera normal que a los mandos del partido siguiera el mismo equipo. El PSOE perdió así en 1996 la oportunidad para una transición ordenada.
Hoy es evidente que las cosas se hicieron mal. González se despidió a la francesa, por sorpresa. Ello obligó a su sucesor improvisado a intentar legitimarse mediante unas primarias, también improvisadas, lo que provocó efectos no calculados. La euforia que siguió a la iniciativa -una buena idea, en todo caso- dio nuevos bríos a la ensoñación de que el paso por la oposición sería un fenómeno pasajero. Y para cuando se dieron cuenta, estaban encima las elecciones, para las que recurrieron al pacto con Izquierda Unida. Otra improvisación. Hay una evidente contradicción entre la oposición interna que suscitó Borrell por su imagen (y algunas propuestas izquierdistas) y la propuesta de alianza con IU.
Aunque el proceso pueda explicarse de otra manera, lo sustancial es que la falta de realismo en la valoración de la derrota de 1996 ha provocado decisiones que se han revelado equivocadas. Siempre con la idea de que el electorado estaba disponible, esperando a que alguien tocase la tecla adecuada -nuevo líder, unidad de la izquierda- para devolverles la mayoría. Y esa actitud ha servido de coartada para aplazar lo que ya era urgente en 1993: una reforma de los usos organizativos, una renovación a fondo de la dirección y una actualización del programa de acuerdo con las nuevas realidades económicas y demandas sociales. Lo que hizo el PP a fines de los ochenta y los laboristas británicos a mediados de los noventa.
Cualquier análisis puede ser defendido. Valoraciones que hoy se ven erróneas fueron compartidas por amplios sectores de la sociedad, a veces también por este periódico. Pero sería lamentable que los socialistas se apuntasen a la teoría de que los votos siguen ahí, en la abstención, para volver a atrasar las decisiones más difíciles. Otro riesgo es buscar la causa única de la derrota, la Gran Causa, y especialmente buscarla en lo hecho en los cinco últimos minutos. La derrota no es consecuencia de la campaña, sino, como mínimo, del tipo de oposición de estos cuatro años. Una oposición eficaz no excluye reconocer lo que el Gobierno haga bien, y, desde luego, es conveniente modular la indignación frente a lo que haga mal: si todo es gravísimo, nada lo es.
No es la socialdemocracia, que se ha modernizado y hoy forma parte de los gobiernos de 12 de los 15 países de la UE, lo que está en crisis. Lo está el PSOE, por errores ciertos, pero cuenta con más escaños y muchos más votos de los que tenía en 1979, y nadie le consideraba entonces al borde de la extinción. Los socialistas son ahora necesarios en la oposición. No lo tienen fácil, pero cuanto antes empiecen, menos costosa resultará la tan aplazada reconversión. Es lo que esperan los ciudadanos deseosos de que el PSOE lo haga bien, mucho más numerosos que sus militantes.
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