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Tribuna
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Palmeras

VICENT FRANCH

Quizás cometimos un pecado inútil al arrancar las dos palmeras que flanqueaban la escalera que llevaba y lleva a la terraza de Vil.la Rosa, porque años después volvimos a plantar palmeras que, lógicamente, ya no veremos llegar al dominio de los vientos. Pero en la casa de los vecinos, las dos palmeras gemelas de las nuestras se han hecho enormes y lucen un esplendoroso plumero que se agita loco cuando los vientos vienen de poniente o el levante se desparrama desde el cercano mar para incomodo de nuestros veranos de tarde caliente, como de horno.

Allí hicieron nido heroicos palomos que escapaban del tiro de pichón cercano y desde allí acudían a nuestro palomar esos parias criados en algún lugar a buscar palomas de clase media y alimento de gourmet. Más de una vez alguno de nuestros palomos no resistió la llamada de hembras afincadas en las palmeras y se marchó de fin de semana para no volver jamás. Después ocurrieron cosas: un cazador improvisado, que al parecer era colombaire, quiso acabar con los palomos porque se le llevaban sus hembras y le molestaban para el adiestramiento de los suyos. Le impedimos que los matara y casi le llevamos al juzgado; alguien tendió un cable de la luz cerca de una de las palmeras y, al parecer, las ratas del arenal encontraron un medio ventajoso para ir a comer huevos al plato gratis. Desaparecieron los palomos. Incluso los gorriones. Se volvieron tristes allá arriba en su soledad, las palmeras.

Hace poco me encontré unas diligentes tórtolas afanadas en reservarse un sitio recóndito donde anidar. Su canto monótono, y su silueta fina han sustituido a los viejos palomos de aquellos apartamentos sin dátiles. Los vecinos dicen que no hace mucho había pájaros exóticos, papagayos o algo así, y que prefieren a las tórtolas y su enigmático trinar, y que en las palmeras del otro lado de la calle, las que yo salvé de la brigada municipal el año 1980, vieron una cigüeña solitaria oteando el horizonte quizás a la espera del compañero que nunca llegó.

Las palmeras, de noche, son como sombras de gigantes que se recortan en el espejo de la luna. De día, hacen de tótems de un Mediterráneo que desde el este las muestra brillantes y húmedas al amanecer y rojizas e inquietantes al atardecer.

No creía que los palmerales podían ser lugares de belleza tan singular, salas columnarias donde los arcos de las bóvedas se cruzan en un orden caótico que protege los racimos de dátiles del sol. Si antes, no sé por qué, estaba enamorado de Elx, después de pasearme por sus palmerales rodeados de fincas acechantes he guardado el amor con nombre incluido y soy su esclavo.

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La palmera está sobre-explotada por los fascículos que anuncian vacaciones de ensueño en playas blancas y caras, mientras se le alinea y sujeta militarmente en muchas avenidas de nuestras ciudades. Casi ninguna autoridad es capaz de proyectar nuevos bosques de palmeras; o porque tardan tanto en crecer que no son políticamente rentables o porque tienen prevenciones ancestrales contra este árbol identitario de nuestras costas, de Valencia a Tel-Aviv, de Trípoli a Roma.

Las palmas blancas o verdes, adultas o en pañales adornaban los balcones de nuestra niñez como símbolo que expresaba la permanente disposición a recibir en casa al hijo de Dios, rememorando el día en que le esperábamos, aún judíos, en Jerusalén. Ahora, además, nos recuerdan nuestra mitad africana, que no es poca cosa para los tiempos que corren.

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