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Volver a empezar JOAQUÍN ARAÚJO

Pocos entendemos mejor el fracaso que los defensores de lo más débil. Me refiero, por supuesto, a esa naturaleza acometida desde una ingente ignorancia. Con tanta frecuencia como contundencia se pretende olvidar, en efecto, que las tramas vitales son las primeras, más extensas y necesarias riquezas. Que todas las otras, cada día más alejadas de lo real, nacen o nacieron de los recursos naturales y de la productividad biológica, la que sostiene y consigue que la vida continúe. Con todo, la inmensa mayor parte de los llamamientos a no seguir destruyendo el derredor y sus manantiales culminaron en contundentes derrotas. Ninguna de las cuales ha evitado, por cierto, que en ese mismo instante se entrara en la siguiente batalla.

Hasta cierto punto, quiero imaginar que Gabriel García Márquez pensaba en el altruismo de los pacifistas cuando urdió el contradictorio personaje de Aureliano Buendía, el coronel que promovió ciento y pico contiendas y las perdió todas.

Por supuesto que, en la pasada campaña electoral, las ofertas para que respetemos a nuestra retaguardia y despensa han sido tacañas. Todavía más, la propuesta de condonar la deuda externa de los países pobres, o que la enseñanza incorpore la no violencia como asignatura crucial. Todas esas sensateces, junto con las minimizaciones de los procesos contaminantes y el cambio de las tecnologías energéticas, han sido poco explicadas en correlación milimétrica, con el actual apego a la virtualidad y a la rentabilidad inmediata.

Por si eso fuera poco, los socialistas se resisten a entender que el pensamiento ecopacifista tiene un creciente lugar en países como Estados Unidos, Reino Unido, Francia y no digamos Alemania.

La cosecha electoral de la izquierda ha sido, más que una derrota, un desastre natural, una catástrofe tanto más dura por impensada en su descomunal magnitud. Poco o nada puede consolarles ahora mismo, pero, en cualquier caso, desde mi tantas veces declarada independencia política, les ofrezco el mejor alivio que conozco.

Los que peleamos por la cultura de la hospitalidad -esa que incluye la libertad del agua, la transparencia de los aires, la concordia con todas las culturas y las religiones- entendemos bastante bien lo que aporta el volver a empezar. Ponerse de nuevo en la línea de partida no sólo es una de las estrategias más repetidas por lo viviente, también resulta un estímulo acariciador.

La renovación, cierto es, resulta por completo imposible sin las esquirlas de lo derrotado, de lo viejo y a veces incluso de lo muerto.

Es más, los que plantamos y cuidamos árboles sabemos que, cuando éstos se agotan, cuando dejan de dar frutos, lo más sensato es proceder a un injerto. Nada reverdece mejor que insertar, sobre un organismo viejo, una porción de la renovada sabiduría de las mejores savias. Ni que decir tiene que, para mí, ésas son las que aporta el pensamiento ecológico. Sin olvidar, por supuesto, que un nuevo humanismo necesita partidos abiertos, sobre todo a los independientes.

No será fácil. Pero el reparador misterio del volver a empezar no está lejos de lo más necesario para la vida y para los vivos. Me refiero a la alegría que mana de la búsqueda de la novedad; a la euforia que desata el descubrimiento de que nuestra capacidad de construir no es menos poderosa que la de destruir.

Renovar el pensamiento progresista, por tanto el humanismo, pasa, creo, por injertar los aspectos sentidos por la fracción solidaria de nuestra sociedad en la oferta y la acción política. A más corto plazo, en cualquier caso, convendrá alzar un estado de alerta permanente ante los intentos de insensibilizar todavía más a la sociedad. Porque, a partir de ahora, le va a costar mucho formarse un criterio que sea independiente de las cataratas de ofertas de rentabilidad, caiga lo que caiga en su consecución.

La alegría del volver a empezar, es más, pasa también por el reconocimiento de que la más bella lucha es aquella que se emprende contra lo irremediable, es decir, en este caso, contra la realidad de un consumado fracaso.

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