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Yabadabadú

MATÍAS MÚGICA

¡Yabba-dabba-doooo! gritaba Pedro Picapiedra al principio de sus dibujos animados, cuando al dinosaurio le pisaban el rabo y su neolítica sirena señalaba el final de la vida esclava y el comienzo de la otra. Yabadabadú, le escupía a la cara su alegría al señor Rajuela, siniestro explotador de cromagnones, que se comía las tripas al ver a su esclavo recobrar la libertad. Yabadabadú, y Espartaco desencadenado se largaba dando saltos adonde le esperaba su verdadera razón de estar en este mundo: la Bolera.

Nosotros niños sesenteros nos criamos bajo la égida de Pedro: en nuestras salitas resonaba a diario el grito del trabajador más involuntario de la prehistoria, corte de mangas sonoro al Jefe y al Trabajo. Pedro, el rey de la bolera, nos dejó vacunados para siempre contra la adicción al curro asalariado, perversión propia de norteamericanos que igual que te matan a cincuenta en un supermercado, al día siguiente van encantados a la oficina, a realizarse. Gracias a Pedro supimos qué debe gritar el hombre sano, en sus cabales, a la salida del trabajo, de cualquier trabajo: Yabadabadú. Y lo demás es locura.

Será tal vez por eso, por aquella deletérea influencia, que mi generación ha sabido siempre lo que es de verdad el trabajo, lleve el oropel que lleve: una interrupción inevitable pero molestísima de lo de verdad: los bolos, por ejemplo, o la conquista del sexo contrario, o el dolce far niente, o la meditación sobre la inanidad del ser, o lo que sea, actividades que solo contra su voluntad el ser humano normal abandona para someterse a la bíblica maldición. "Me han dado trabajo", sí, como quien dice "me han dado tormento" o "me han dado matarile", o "me han dado por el culo". Todo es lo mismo. Me han dado trabajo, como se dan las cuchilladas.

Todo esto lo sabíamos los espectadores de Pedro, igual que lo sabían aquellos currelas setenteros que me vienen a la mente cada vez que pienso en gente con criterio: aquellos currelas gloriosos que cuando la huelga estaba a punto de arreglarse, se descolgaban con un discurso perfectamente demagógico, arrastraban con dos narices a los compañeros, hundían la empresa, dejaban sin pan a cien familias y, luego, templando, gallardos, se iban al bar a remojarlo. "Ahora -debían de pensar-, a echar unos bolos, hombre. Yabadabadú".

Pero de esto hay cada vez menos. A la mitad del camino de la vida, vuelvo la vista atrás y veo que estas cosas empiezan a ser historia. Los tiempos, en verdad os digo, no están para yabadabadús. "Trabajo de ocho de la mañana a nueve de la noche, vuelvo a casa y solo valgo para ver la tele, pero estoy contenta, oye, porque estamos sacando las cosas adelante y tenemos un producto nuevo que está barriendo. Somos los mejores en el ramo". ¿Qué contestar? A los esclavos de antes, los clásicos, los negros, solo se conseguía hacerles trabajar a palos. Esa última dignidad les quedaba. A los de ahora, perfeccionados por la universidad y los masters, basta con hacerles quili-quili debajo del mentón y decirles que son de la familia. Mejor dicho, de la secta, puesto que las sectas son a quien copian las empresas su afán de convertir en adeptos a sus directivos (a los currelas no parece llegar la cosa). Para ello, como saben todas las iglesias, no hay nada como el mantra: la repetición obsesiva de frases mágicas que se incrustan en los repliegues del cerebro: Somos los mejores, un nuevo producto, estamos orgullosos, nos debemos a la empresa, pensar en positivo, proyecto ilusionante, optimización de los recursos, y este viernes barbacoa con el jefe en su adosado, y el domingo a pasear a un extranjero que viene de visita a echar una olidita al tercer mundo. Y nada de yabadabadús.

Si le hubieran dicho a Pedro Picapiedra que en sus horas de bolera tenía barbacoa chez Rajuela, habría temblado la tierra. Pero ahora ya no tiembla nada. Al acabar la jornada, después de recoger más algodón que nadie porque son los mejores y sacan adelante un proyecto de plantación ilusionante, sentado en su barracón, Kunta, el esclavo implicado, tristísimo mandinga, se acaricia las argollas, el metálico dogal (hay que decir que suelen ser de oro) y piensa: "Qué bien me sientan". Luego ve que amito John se acerca lujurioso a su camastro, y los ojos del negro se llenan de agradecimiento anticipado.

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