El anónimo VICENTE VERDÚ
Ser famoso, conocido, popular, resulta una ambición muy compartida en nuestro tiempo, pero, a la vez, existe un deleite creciente por ser enteramente anónimo. Uno de los grandes éxitos de Internet descansa en la extraordinaria virtud de procurar a sus usuarios hablar, habitar, inmiscuirse, desenvolverse, insultar o enamorar y, sin embargo, permanecer en el absoluto anonimato. El usuario de Internet planea por la red como un yo que se transfigura fácilmente y a su voluntad adoptando seudónimos, heterónimos, alias; mudando de sexo, de raza, de profesión, sin que precisamente en ese reino encuentre nadie razones para perseguirlo.El universo de Internet es la respuesta al sueño primordial del ser humano que consiste en llegar a ver sin ser visto, en llegar a existir sin que nadie pueda acechar nuestra existencia. Es decir, el sueño de ser tal como Dios: un ser que observa sin ser observado o que se entromete en las vidas sin que nadie alcance a poderle reclamar sus efectos o perjuicios. El mundo de Internet es cada vez más codiciado en Occidente y llegará a incluir a todo individuo moderno de esta civilización porque aquí no existe ya lugar donde ocultarse. Antes, como dice Mercedes Ondina en su libro La aldea irreal, podía uno desaparecer de una pequeña comunidad y reaparecer en otra para rehacerse otra identidad, pero ahora esta opción ha quedado poco a poco barrida por los programas de búsqueda en la televisión, por los ficheros informáticos de las comisarías, por las agencias de inteligencia y las huellas que husmean los artefactos electrónicos. El único espacio todavía sin agotar, profundo como una noche del medievo, vasto como una lámina sin confín, es el inaprehensible ámbito de Internet. Allí donde una parte de nuestra población, ansiosa, neurótica, harta de su yo, bucea para soslayar su propio bulto y convertirse en signos ligeros: en una voz, una escritura, una insinuación, un compás musical, una consigna. Cada noche, en proporciones de decenas de millones de aficionados al chat, la humanidad se alivia de su peso real y recomienza con otros papeles una navegación vital, en la red, zambullidos en la extraordinaria felicidad de haber perdido el nombre y el destino.
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