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Cultura de campaña JOSEP M. MUÑOZ

Mientras en Estados Unidos se desarrolla la larga carrera que llevará a la designación de los candidatos a la Casa Blanca, en España los partidos que concurren a las elecciones del próximo día 12 se fijan, cada día más, en las estrategias de campaña norteamericanas. Es probable por ello que más de un asesor haya leído el libro de George Stephanopoulos, el joven y ambicioso primer jefe de prensa de Bill Clinton en Washington, publicado el año pasado con el título de A political education.El libro constituye una especie de ajuste de cuentas de Stephanopoulos con su antiguo jefe, un hombre a quien idolatraba pero que cometió el pecado de no hacer suficiente caso de sus consejos. Uno de los pasajes del libro más interesantes es cuando cuenta cómo se organizó la victoriosa campaña electoral de Clinton en 1992. El cuartel general se instaló en Little Rock, Arkansas. Allí debían fijar la estrategia de ataque y contraataque ante los republicanos. Por ello Hillary se refirió a esa oficina como el "cuarto de guerra". Su función era no sólo responder a los ataques de los adversarios, sino responderlos pronto, incluso antes de que éstos aparecieran en los medios de comunicación. Sofisticados mecanismos les permitían estar al corriente de las noticias antes de que fueran publicadas -llegaron incluso a tener acceso a información reservada del New York Times-.

Pero, a pesar de esa alta tecnología, lo más útil en el Cuarto de Guerra era, según Stephanopoulos, una pizarra escrita a mano y colgada en medio de la sala donde se leía: "Cambio contra Más de lo Mismo", "La economía, estúpido" y "No olvides la sanidad". Era como un haiku de campaña, todo un manifiesto electoral condensado en pocas sílabas. Cada parlamento, cada mítin, cada ataque, y toda respuesta debían reflejar uno de esos tres mandatos. Nada debía apartarse del guión. Por ello, advierte Stephanopoulos, "una nueva controversia sobre la National Endowment for the Arts" -el organismo que concede las ayudas federales a la cultura- debía evitarse: era una cuestión "tentadora", pero que había que dejar de lado. El argumento: "Ya protegeremos luego la NEA desde la Casa Blanca, pero hablar de ello no nos ayudará a llegar ahí". O sea, que nada de salirse del mensaje.

El ejemplo de Stephanopoulos es altamente instructivo acerca del papel secundario que la política reserva a la cultura. Pero no nos engañemos: si ésa es la actitud que habitualmente adoptan políticos de todos los pelajes y de todas las latitudes, es porque saben que también la ciudadanía considera absolutamente secundario saber cuánto dinero de sus impuestos va a invertirse en cultura, y cómo se va a distribuir. Sin embargo, en un país como el nuestro, donde el gasto público por habitante en materia de cultura es uno de los más bajos de la Unión Europea y donde a pesar de la estructura autonómica del Estado no se ha resuelto todavía cómo se debe gastar a nivel "federal" el presupuesto del Ministerio de Cultura, la cuestión debería ocupar al menos parte de la atención pública en estos días de campaña.

Las propuestas más novedosas proceden, a mi entender, de Maragall. Aunque pendientes de una mayor concreción, sus ideas sobre un Ministerio de las Culturas y la distribución federal del gasto deberían merecer toda nuestra consideración. Su inclusión en el programa del PSC al Congreso -a pesar de las reticencias públicamente expresadas por ese "jacobino irredento" que es, según Almunia, José Borrell-, junto con las que pueda aportar la candidatura conjunta de la izquierda al Senado, hacen albergar esperanzas de que en la próxima legislatura se va poder discutir, al menos, sobre ellas. Además, el programa del PSOE contempla, por fin, la posibilidad de que se enseñen en todo el territorio español las lenguas peninsulares otras que el castellano, lo que, de concretarse, sería muy positivo. Por su parte, CiU parece seguir atrapada en la misma contradicción de siempre: su defensa de la competencia "exclusiva" de la Generalitat en materia de cultura le ha llevado incluso a proponer la desaparición del Ministerio de Cultura, pero nunca a influir de forma decisiva en el Gobierno que depende de sus votos en el Congreso para que la distribución del gasto cultural no sea tan escandalosamente favorable a Madrid.

Pujol ha dicho que quiere que ésta sea la legislatura en la que se resuelva la cuestión de la financiación autonómica, tan injusta como insuficiente. Pero para ello deberá tener las ideas claras, también, sobre la cultura. Porque lo que está claro es que no podemos seguir permitiéndonos el lujo, caro y absurdo, de tener unos presupuestos culturales autonómicos vergonzosamente bajos y de mantener al mismo tiempo una actitud numantina ante el Ministerio, al que se le niega la entrada en el patronato del MNAC aunque sea a riesgo de renunciar a un dinero que es, también, de los ciudadanos de Cataluña. ¿O no?

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