Juegos de niños
El último día de febrero, en su clase de la escuela primaria de Blue, en las afueras de Flint, a cien kilómetros de Detroit, la niña Kayla Rolland, de seis años, reaccionó enfurecida cuando su vecino, un niño de su misma edad, escupió en su carpeta. Y lo increpó. El niño, entonces, resentido sacó un revólver de entre sus ropas. Y también una bala, que, alentado por un compañerito, colocó en el tambor de su arma. "Tú a mí no me gustas", le dijo a Kayla Rolland, a la vez que disparaba. La bala, que perforó la garganta de Kayla, la mató media hora después.La policía guarda reserva sobre la identidad del precoz asesino. Ha explicado sólo que aquel revólver había sido robado unos meses atrás, y que, el autor del crimen probablemente se lo encontró o lo robó también, sin duda en su propio hogar. El fiscal del condado de Genesee, donde se halla Flint, Arthur A. Busch, ha hecho saber que el niño no podrá ser procesado por la muerte de Kayla, pues la ley establece que alguien de seis años no es "criminalmente responsable y, por lo tanto, no puede tener la intención de matar". La prensa destaca que el autor de este asesinato ha batido un récord: es el criminal más joven de la historia de Estados Unidos.
En los últimos tres años han tenido lugar numerosos episodios de violencia criminal en escuelas y colegios estadounidenses, aunque ninguno con protagonistas tan pequeños como el de la escuelita de Blue. El más espectacular ocurrió en el colegio secundario de Columbine, en Colorado, en abril del año pasado. Dos alumnos, Eric Harris y Dylan Klebold, a quienes los miembros de los equipos de fútbol del colegio acostumbraban ridiculizar y vejar, se armaron con metralletas, revólveres y bombas caseras, y perpetraron, antes de suicidarse ellos mismos, una orgía de sangre de la que resultaron un profesor y catorce estudiantes muertos, además de decenas de heridos. La noche anterior, los adolescentes asesinos grabaron un vídeo en el que explicaron con toda minucia, para la posteridad, lo que iban a hacer y los cuidadosos preparativos que habían llevado a cabo a fin de que su operación fuera todo un éxito.
La violencia criminal entre niños y jóvenes, que tiene como escenario frecuente las propias escuelas, está lejos de ser un rasgo característico de Estados Unidos. En Inglaterra ha habido también algunos casos horripilantes, como el de 1992, en que una pandilla de jovencitos apenas salidos de la niñez, reprodujeron una escena sádica de una película que les encantó, Child's Play 3, con una niña, a la que torturaron salvajemente, durante horas, antes de matarla.
Y tengo siempre muy presente en la memoria un documental que vi en Francia, hace un par de años, sobre la violencia en los colegios de la banlieu de París. No era nada demagógico ni alarmista; por el contrario, era visible el empeño del realizador en encarar el problema de manera "constructiva". Mostraba, por ejemplo, que en el liceo en cuestión, los actos de violencia contra estudiantes y profesores habían disminuido desde que se colocó un detector de metales en la puerta principal -la única accesible-, que permitía retirarles de los bolsillos a los alumnos las navajas, manoplas, chavetas, punzones, y, a veces, armas de fuego, que pretendían introducir al colegio. El momento más intenso del documental era una entrevista a una profesora irrompible, todavía joven, que, sonriendo con convicción, afirmaba: "Si uno toma precauciones, se evitan los peligros". Ella y varios de sus colegas lo hacían. Por ejemplo, se daban cita en la puerta del metro, para andar en grupo las cuadras que distaban hasta el colegio, ya que buen número de agresiones contra los maestros tenían lugar en las vecindades del local. Y, lo mismo a la salida de las clases. Incluso, dentro del liceo, había que evitar los pasillos, las aulas solitarias, o los patios, y procurar siempre andar en grupos, o al menos por parejas, pues eso desalentaba a los eventuales agresores. Para esta maravillosa mujer, que, enseñantes o alumnos, arriesgaran su integridad física y acaso sus vidas, por ir a enseñar o a estudiar, no parecía nada anormal, sino una inevitable condición de la vida social, una banalidad de la existencia.
En muchos órdenes, la realidad humana ha progresado extraordinariamente desde que yo era niño. Pero tengo el convencimiento de que, en lo relativo a la violencia infantil y juvenil, ha empeorado. Yo estuve, dos años, en un internado militar, donde la crueldad era en cierto modo alentada, como un sesgo de la virilidad. Pero, comparadas con las hazañas sangrientas que suceden todo el tiempo en los colegios de nuestros días, las de los cadetes leonciopradinos parecen simpáticas mataperradas. Como no cabe concluir de ello que los niños de nuestro tiempo son más malvados que los de hace veinte o treinta años, conviene preguntarse qué ha ocurrido, a qué se debe esta tendencia destructiva que está convirtiendo las escuelas y colegios de nuestro tiempo en junglas y territorios bárbaros.
Aunque tal vez utilizar la palabra "bárbaros" en este contexto sea lo más inadecuado, porque tengo la impresión de que la raíz del problema se hunde, más bien, en ese légamo entre letal y nutricio que llamamos civilización. En las sociedades atrasadas, primitivas, "bárbaras", la violencia no suele ser tan prematura ni tan extendida en la puericia. Que las armas de fuego estén al alcance de cualquiera que pueda comprarlas, como ocurre todavía en muchos Estados norteamericanos, algo que parece, para el simple sentido común, una aberración descomunal, fue, en un principio, una gran conquista democrática, un acto de fe en el ciudadano libre, dentro de una sociedad abierta, un reconocimiento de su capacidad para actuar de manera responsable y de su derecho a defenderse si era atacado. A la larga, esta conquista libertaria se tornó en su opuesto, en una oportunidad extraordinaria para que los delincuentes y criminales realicen su trabajo. Sin embargo, explicar la violencia juvenil por la facilidad con que en los Estados Unidos se adquiere un arma, es insuficiente. Porque en Suiza, por ejemplo, casi todos los ciudadanos tienen armas que les confía el Estado y sus escuelas y colegios son bastante pacíficos.
La desintegración de la familia, rasgo constitutivo de las sociedades modernas, es un factor que todas las investigaciones de sociólogos y sicólogos señalan como causa importante de la violencia infantil. Niños sin padre o sin madre, o con padres que apenas ven pues el trabajo profesional les absorbe la vida, se ven obligados a crecer rápido, a quemar etapas, y ejercitar la violencia es una de las más persuasivas maneras de sentirse adulto. Por otra parte, los vástagos de la civilización rechazan la autoridad, ni llegan a enterarse de que existe, porque la cultura imperante ha generalizado la idea de que imponérsela a los niños es lacerarlos moral y psíquicamente, estropear su formación, violentarlos. Desde luego, los viejos méto-
dos, las palizas y tormentos con que se solía educar a los niños en el hogar en el pasado, podían llegar a lo monstruoso, y generar traumas indelebles en éstos. Pero del exceso a la abolición de la autoridad hay un largo trecho, y exonerar a los niños de toda vigilancia y control, abandonarlos a que descubran por sí mismos lo que es bueno, malo o pésimo, o dejar que se encarguen de ellos las escuelas, puede producir también graves deformaciones en la personalidad y la conducta de niños y jóvenes, empezando por la confusión, la falta de discernimiento moral.
Y esto último tiene nafastas consecuencias, a la hora de crecer en un entorno social, como el de los países modernos, impregnado de violencia. ¿Cuál es la influencia que tienen en la conducta de los niños las escenas de escalofriante crueldad, de sadismo y salvajismo, que son tan frecuentes en los programas de televisión, en los vídeos y en las películas? Este es un asunto delicadísimo. Cada vez que alguien lo menciona, se enderezan muchas orejas y cunde un justo pánico, pues parece que, admitir esa influencia, significa justificar la censura.
Cuando los jóvenes asesinos ingleses de la niña confesaron que el modelo de su crimen había sido Child's Play 3, Martin Amis escribió un sabroso artículo en The New Yorker, diciendo que él había alquilado esa película, y la había visto en su televisión, y que todavía no había asesinado ni torturado a nadie. Bien, yo le creo. Pero ¿ejercen el mismo efecto esas imágenes en un espectador adulto que en un ser de pocos años o en un adolescente? Me lo he preguntado muchas veces en estos últimos tiempos, a medida que los medios audiovisuales incrementaban, cada día más, las dosis de imágenes sádicas y sangrientas, hasta alcanzar los extremos de repugnante exaltación de la crueldad -bajo el cíníco pretexto de denunciarla, además- de Natura1 Born Killers (una película que, para vergüenza mía, el jurado del Festival de Venecia del que yo formaba parte premió).
Los niños que en la televisión, en el cine, en el ordenador, en las salas de juegos de vídeos, reciben ese baño continuo de imágenes que banalizan, exaltan, mitifican y sacralizan la crueldad, difícilmente pueden actuar como ángeles. Sobre todo, sabiendo, como sabemos por lo menos desde Freud, que la inocencia y la bondad infantiles son mitos, que un niño es una delicada estructura psiquíca cuyo gobierno se disputan instintos, apetitos y emociones que con facilidad pueden volverse destructivos, o autodestructivos, y que el entorno familiar y social es en ello determinante.
¿Es la censura la solución? No, desde luego. Porque la censura puede atajar la violencia de las imágenes usando la tijera, pero sus tijeretazos terminan siempre por destruir la creatividad y la libertad, sin las cuales no hay obra de arte, ni verdadera cultura, ni, por supuesto, democracia. El único posible paliativo para frenar el efecto distorsionador en la personalidad de los niños de las imágenes violentas de los medios audiovisuales es un estricto control en la calificación y el acceso a las salas de exhibición o a los programas televisivos. Esto no va a acabar con el problema, desde luego, pero puede al menos atenuarlo. La verdadera solución debería venir de la cultura, de unos valores y patrones estéticos y morales que condenaran al fracaso a las obras que, como Child's Play 3 o Natural Born Killers, constituyen una gratuita y estúpida exaltación de la crueldad y el crimen. Pero, es obvio que esto no va a ocurrir. Por el contrario, la violencia ha alcanzado un derecho de ciudad gracias en buena parte a la cultura, ella es uno de sus productos más refinados y está aquí para quedarse, pues ha venido entreverada entre los pliegues de la más preciosa conquista humana, que es la libertad a la que debemos las mejores cosas que le han sobrevenido a la humanidad. Pero, ay, también algunas malas. Por eso, aunque parezca absurdo, cabe decir que de algún modo esta invisible y hermosa señora ayudó a apretar el gatillo del revólver con que su compañerito de clase mató a Kayla Rolland, aquel infausto miércoles, en aquella aldea perdida de Detroit.
© Mario Vargas Llosa, 2000
© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 2000.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.