Promesas a la próstata AGUSTÍ FANCELLI
Si yo fuera uno de los 7,5 millones de pensionistas que hay en España, en épocas electorales emigraría a Pernambuco, que es donde el tebeo de antes de lo de Internet decía que había que ir para estar bien lejos de todo. No ya por lo pesaditos que se ponen los políticos, sin distinciones de raza o credo, ametrallándonos con que ahora sí vamos a salir de pobres, cuando no tomando descaradas medidas de última hora como la de aumentar de una tacada en 40.000 kilos el fondo de garantía -tu sí que vales, Aparicio-, sino por el descomunal trabajo que le entra a uno por estas épocas cuando ya creía haber cumplido con todas sus obligaciones laborales.De repente, la agenda, que bosteza durante la mayor parte del tiempo, se pone a rebosar de citas a ciegas. Aquí, una visita al casal del candidato fulano, por lo que uno se ve en el brete de tener que refrescar a toda prisa las nociones de dominó para salir entonado en la foto; allá, un aperitivo con el candidato mengano, con vermut negro de garrafón y patatas chips enmohecidas; acullá un baile agarrao, con parlamento incluido del candidato zutano y en el que invariablemente ejercen de animadoras Núria Feliu y Magda Oranich. Y encima oyéndote llamar todo el día con nombres tan exóticos como tercera edat, gent gran o avis, cuando lo que uno ha sido de toda la vida es un jubilado. En fin, un trasiego.
Ya digo, yo a Pernambuco. Claro que con lo que cobraría no llegaría mucho más allá del bar de la esquina a por el cafelito. Y una vez allí, concretamente en el bar de la esquina de Torrent de l'Olla con Perill, me toparía con una chocolatada convocada por Joan Puigcercós, cabeza de lista por Esquerra Republicana. No es que me parecería del todo mal lo que anuncia este muchacho aseado, vestido de gris oscuro y tocado con una bonita corbata granate. A saber, que hay que territorializar la caja única de la Seguridad Social para conseguir un fondo catalán de pensiones y que hace falta compensar por ley las retribuciones catalanas a la vejez catalana de acuerdo con el aumento de la inflación catalana, que nada tiene que ver con la española, como queríamos demostrar.
Tampoco pondría ningún pero a su discurso sobre las pensiones privadas catalanas, que el candidato considera un medio eficaz para que, el catalán que pueda, complete por esa vía las aportaciones públicas. Todo eso parece sensato. En cambio lo que de no estaría dispuesto a aceptar es que en una chocolatada convocada a las diez y media de la mañana de un domingo en un local ruidoso y estrecho, o en un aperitivo sin sillas en medio de la calle, o bien en un baile con un hammond en plan chunda-chunda, se diera por sentado que yo debo sentirme feliz y pensar que la jubilación es la mejor etapa de mi vida, en la que me divierto sin tasa gracias a las infinitas cuchipandas que me organizan. Un poco de respeto, jóvenes, que, aunque uno vote, ya no tiene la próstata para tantos tutes.
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