Fotos milagrosas
Me atrajo la orquesta y me absorbió el carnaval y el zumbar del bajo y las percusiones como una luminosa humareda sonora, invocándonos al Balcón de Europa. Había un bar de niñas del instituto recaudando fondos para un viaje a Italia, y había italianos y australianos, belgas, muchos forasteros, porque nadie quiere estarse en su casa siempre. Es la primera noche de carnaval y ni siquiera han aparecido las máscaras, los disfrazados, sólo un hombre-mujer con mucho maquillaje y un encantador de serpientes con una serpiente auténtica en un cesto.La primera banda con disfraz es una ola de princesas doradas y galácticas y adornadas con hojas de arce como un uniforme de la Gestapo. Los cantantes se han vestido de cantantes (todos iguales) y son aduladores, y el saxofón y las coristas invitan al público a que se transfigure en espléndido y atrevido bailarín: Poned la mano aquí, poned la mano acá.
Llegan más máscaras: otra vez, otro año, la fijeza de las caretas frente a la movilidad débil y traicionera de las caras de verdad. Ante los enmascarados nos sentimos en desventaja. La cara desnuda puede traicionarnos (un temblor, un color que va y viene, sudor, un brillo en los ojos rápidamente cerrados), pero las máscaras son inconmovibles como dioses o dictadores de piedra.
Aunque las fotos electorales parezcan espectacularmente fijas, son como aquellas estampas del Sagrado Corazón o la Virgen o San Juan que te miraban te pusieras donde te pusieras, milagrosas, como la Mona Lisa. También te siguen los ojos del individuo que aspira a gobernar tu vida. Y, a fuerza de perseguirte, mirándote para que las mires, estas fotos parecen adaptarse a tu humor del momento, cambiar. Son fotos a las que se atribuye un magnífico poder: el poder de influir en tu voluntad para que votes a tal candidato o a tal candidata. A Roland Barthes le asombraba este supuesto poder de conversión de las fotografías. La foto electoral nos presenta un conjunto de decisiones cotidianas que el candidato ha debido tomar y que son una muestra de cómo actuaría en caso de conquistar el triunfo: fijaos en el peinado, el estado de la piel, el traje, la corbata, la agencia de publicidad que lo saca así en el cartelón.
En la foto electoral reconocemos un estilo de ser, una manera de vivir, social, moral, física, la aceptación implícita de ciertas normas familiares, mentales, incluso eróticas. Uno distingue a los suyos, como las tribus urbanas se identifican por su vestuario y sus gestos y hasta por sus disfraces. La mayoría presumimos de no querer manipular ni disponer ni mandar, pero los protagonistas de las fotos electorales anhelan el poder, el mando y el éxito, y lo anuncia sin pudor, y exhiben sus caras descaradas e imponentes para que muchos les llamen embusteros, o por lo menos charlatanes, y alguno los manche o los rompa. La foto electoral, esa lejanía de estudio, lograda bajo focos favorecedores y barnizada y retocada, no es una máscara: es un desnudo. Los candidatos son los únicos que no van disfrazados estos días.
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