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Nicaragua lejos de los focos

Hace calor. El sol de la tarde cae a plomo sobre una pequeña calle de tierra con casitas bajas. En los extremos varios jeeps del ejército y tanquetas militares, con los cañones de la torre en posición de abrir fuego, bloquean el paso. Los soldados de la Guardia somocista, fusil en ristre, van rompiendo en su avance puertas y ventanas a culatazos, registrando cada vivienda palmo a palmo. El fotógrafo Rusell Price (Nick Nolte) consigue ocultarse en una de las viviendas gracias a la ayuda que le brinda una mujer campesina. Es una escena de Bajo el fuego, el filme de Roger Spottiswode sobre la revolución sandinista, inspirado en el asesinato del periodista de la cadena estadounidense ABC, Bill Stewart, el 20 de junio de 1979 en Managua. La película contiene todos los tópicos del cine bélico y de reporteros: la chica guapa y periodista intrépida, el fotógrafo curtido en mil batallas, el mercenario sin escrúpulos... Pero, sin embargo, hay algo que consigue reflejar con autenticidad y es la corriente progresiva de acercamiento que hace que los protagonistas, partiendo de una neutralidad aséptica y profesional, se vayan inclinando, ante la brutalidad de la tiranía, del lado de los guerrilleros. "¿No estaremos tomando partido?" se pregunta Nick Nolte. "Me temo que sí", le responde su compañera, sin ocultar el conflicto íntimo que los dos están librando entre objetividad periodística y principios éticos.Esa corriente de simpatía que va ganando terreno conforme avanza la trama, hasta culminar en el compromiso personal que mueve a los protagonistas a falsificar la fotografía de un líder guerrillero muerto para hacerlo parecer vivo, es la misma que llevó a Hemingway a cantar la victoria republicana en la guerra civil española cuando ya se habían derrumbado todos los frentes. La misma también que experimentamos miles de hombres y mujeres de todo el mundo hacia la revolución que estaba sacudiendo Nicaragua durante aquellos años en los que todavía no había muerto la ilusión. Tiempo de amor y frijoles.

El movimiento sandinista fue la utopía de los años ochenta. Toda una generación de jóvenes en Europa y América encontró en ella una razón para la esperanza y se implicó a fondo promoviendo comités de solidaridad, recogiendo medicinas, útiles escolares y material agrícola, levantando escuelas y organizando marchas en un reclutamiento sólo comparable al que suscitó en todo el mundo el apoyo a la causa republicana durante la guerra civil española. Algunos viajamos hasta aquel pequeño país donde nunca antes habíamos soñado estar. Era la antigua simpatía de David contra Goliath. Recuerdo los ranchos de adobe y palma con viejos pizarrones montados al lado de un fogón, donde cada tarde unos muchachos muy jóvenes, casi niños, enseñaban las letras a rudos campesinos que nunca se las habían visto con un trozo de tiza. En León, en Matagalpa, en Estelí... El índice de analfabetismo descendió en poco tiempo de 52% al 12%.

Bajo las aspas herrumbrosas de un ventilador nos juntábamos para desayunar brigadistas de todos los países: belgas, canadienses, cubanos, españoles... El futuro tenía entonces el color prometedor de las olas rompiendo en una playa de Poneloya donde las mujeres se bañaban vestidas, el empuje de los camiones cargados de muchachos con uniformes verdeolivo que circulaban por la carretera panamericana agitando los brazos y enarbolando banderas rojinegras del Frente Sandinista. Tenía el ritmo de las canciones de Carlos Mejía Godoy sonando en una fiesta improvisada de guitarras en cualquier rhum-bar de Managua o en los ranchos al pie de las montañas o en los cafetales. Fue la edad de la inocencia, un embrujo que empezó a deshacerse demasiado pronto. Hay épocas turbulentas en las que la vida no admite demora y que ni siquiera hoy soy capaz de ver como un mero episodio de la historia sino como un tiempo donde unos seres humanos que éramos nosotros vivimos, amamos y odiamos, creímos y dudamos, nos equivocamos y tuvimos razón. Otros, con menos suerte, murieron o fueron traicionados. Porque la revolución no pudo extender la justicia a los oprimidos ni logró crear riqueza ni desarrollo al verse obligada a postergar todas las necesidades de reconstrucción ante la prioridad inminente de la guerra alentada por EEUU que desangraba el país.

En 1990, tras la pérdida de las elecciones por los sandinistas y el acuerdo de paz, se enterraron las armas y Nicaragua entró formalmente en un sistema democrático aceptado por el Fondo Monetario Internacional. Pero lo peor no fue la derrota electoral sino lo que vino después: la decepción íntima, la apropiación legalizada y a título particular por aquellos dirigentes en los que habíamos creído tanto de tierras y bienes que habían sido requisados diez años antes por la revolución, la piñata, que describe con lucidez y amargura Sergio Ramírez en su reciente libro de memorias Adiós muchachos. Lo peor fue la demolición de un modelo de conducta, el derrumbe de los principios éticos que antes habían cimentado la esperanza. Esa fue la verdadera derrota. Siempre se pierde lo que más nos importa.

Veinte años después de la revolución y diez después de la derrota electoral, lejos de los focos y olvidada en los medios informativos, en un cambio de siglo confuso y poco heroico, Nicaragua es uno de los países con mayor deuda per cápita del mundo y el segundo más pobre de Latinoamérica, después de Haití. Las tasas de analfabetismo vuelven a estar casi en los niveles anteriores a la revolución (un 30%) la mortalidad infantil se sitúa en torno al 70 por mil y 30 de cada 100 niños menores de cinco años padecen desnutrición. La situación de atraso, injusticia y marginación que llevó a los sandinistas a alzarse contra la dictadura de Somoza se ha perpetuado. Ahora ese panorama de debate sólo se ve dulcificado por el silencio de las armas y el pluralismo político. No es poco, pero se halla a años luz de los ideales libertarios por los que una vez estuvimos dispuestos a batirnos. La revolución fracasó, es verdad, pero las razones que la impulsaron siguen hiriendo el paisaje de Nicaragua. Tal vez nuevas generaciones de nicas puedan retomar lo mejor de aquellos anhelos aprendiendo de los errores. No sé. Atrás quedan el entusiasmo y las canciones, las fotografías tomadas con nostalgia anticipada, el ron Flor de caña, las calles por las que anduvimos con esa osadía limpia de los veinte años, un hotelito frente al océano Pacífico con las ventanas pintadas de azul, lugares de la memoria que seguirán crujiendo hoy bajo los embates del aguacero y de la pobreza en las noches del trópico. Atrás queda la inocencia, los amores y los amigos que ya nunca volveremos a ver. Por ellos, por los que se dejaron la piel y el alma, en aquel sueño, aunque el tiempo nos haya deparado este futuro sin resguardo, en la memoria sonará siempre aquí o allá, en cualquier lugar del mundo, una canción de amor a Nicaragua.

Susana Fortes es escritora.

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