El alejandrino
El departamento donde el poeta Constantino Cavafis (1863-1933) vivió en Alejandría sus últimos 27 años está en un edificio venido a menos, en el centro de la ciudad, en una calle que se llamó Lepsius cuando habitaban el barrio los griegos y los italianos y que se llama ahora Charm-el-Sheik. Todavía quedan algunos griegos por el contorno, a juzgar por unos cuantos letreros en lengua helénica, pero lo que domina por doquier es el árabe. El barrio se ha empobrecido y está lleno de callejones hacinados, casas en ruinas, veredas agujereadas y -signo típico de los distritos miserables en Egipto- las azoteas han sido convertidas por los vecinos en pestilentes basurales. Pero la bella iglesita ortodoxa a la que acudían los creyentes en su tiempo está todavía allí, y también la airosa mezquita, y el hospital. Pero, en cambio, ha desaparecido el burdel que funcionaba en la planta baja de su piso.El departamento es un pequeño museo a cargo del consulado griego y no debe recibir muchas visitas, a juzgar por el soñoliento muchacho que nos abre la puerta y nos mira como si fuésemos marcianos. Cavafis es poco menos que un desconocido en esta ciudad que sus poemas han inmortalizado -ellos son, con la famosísima Biblioteca quemada de la antigüedad y los amores de Cleopatra lo mejor que le ha pasado desde que la fundó Alejandro el Grande en el 331 a.d. Cristo- donde no hay una calle que lleve su nombre ni una estatua que lo recuerde, o, si las hay, no figuran en las guías y nadie sabe dónde encontrarlas. La vivienda es oscura, de techos altos, lúgubres pa sillos y amoblada con la circunspección con que debió estarlo cuando se instaló aquí Cavafis, con su hermano Pablo, en 1907. Este último convivió con él apenas un año y luego se marchó a París. Desde entonces, Constantino vivió aquí solo, y, al parecer, mientras permanecía dentro de estos espesos muros, con irrenunciable sobriedad.
Éste es uno de los escenarios de la menos interesante de las vidas de Cavafis, la que no dejó huella en su poesía y que nos cuesta imaginar cuando lo leemos: la del atildado y modesto burgués que fue agente en la Bolsa del algodón y que, durantetreinta años, como un burócrata modelo, trabajó en el Departamento de Irrigación del Ministerio de Obras Públicas, en el que, por su puntualidad y eficiencia fue ascendiendo, hasta llegar a la Subdirección. Las fotos de las paredes dan testimonio de ese prototipo cívico: los gruesos anteojos de montura de carey, los cuellos duros, la ceñida corbata, el pañuelito en el bolsillo superior de la chaqueta, el chaleco con leontina y los gemelos en los puños blancos de la camisa. Bien rasurado y bien peinado, mira a la cámara muy serio, como la encarnación misma del hombre sin cualidades. Ése es el mismo Cavafis al que mató un cáncer en la laringe y que está enterrado en el cementerio greco-ortodoxo de Alejandría, entre ostentosos mausoleos, en un pequeño rectángulo de lápidas de mármoles, que comparte con los huesos de dos o tres parientes.
En el pequeño museo no hay una sola de las famosas hojas volanderas donde publicó sus primeros poemas y que, en tiradas insignificantes -treinta o cuarenta copias- repartía avaramente a unos pocos elegidos. Tampoco, alguno de los opúsculos -cincuenta ejemplares el primero, setenta el segundo- en los que reunió en dos ocasiones un puñadito de poemas, los únicos que, durante su vida, alcanzaron una forma incipiente de libro. El secretismo que rodeó el ejercicio de la poesía en este altísimo poeta no sólo tenía que ver con su homosexualidad, bochornosa tara en un funcionario público y un pequeño burgués de la época y del lugar, que en sus poemas se explayaba con tan sorprendente libertad sobre sus aficiones sexuales; también, y acaso sobre todo, con la fascinación que ejercieron sobre él la clandestinidad, la catacumba, la vida maldita y marginal, que practicó a ratos y a la que cantó con inigualable elegancia. La poesía, para Cavafis, como el placer y la belleza, no se daban a la luz pública ni estaban al alcance de todos: sólo de aquellos temerarios estetas hedonistas que iban a buscarlos y cultivarlos, como frutos prohibidos, en peligrosos territorios.
De ese Cavafis, en el museo hay solamente una rápida huella, en unos dibujitos sin fecha esbozados por él en un cuaderno escolar cuyas páginas han sido arrancadas y pegadas en las paredes, sin protección alguna: muchachos, o acaso un mismo muchacho en diferentes posturas, mostrando sus apolíneas siluetas y sus vergas enhiestas. Este Cavafis me lo imagino muy bien, desde que lo leí por primera vez, en la versión en prosa de sus poemas hecha por Marguerite Yourcenar, aquel Cavafis sensual y decadente que discretamente sugirió E. M. Foster en su ensayo de 1926 y el que volvió figura mítica el Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell. Aquí, en su ciudad, pululan todavía los cafetines y las tabernas de sus poemas y que, como éstos, carecen casi totalmente de mujeres y de parejas heterosexuales. No me consta, pero estoy seguro de que, en ellos, todavía, entre el aroma del café turco y las nubes de humo que despiden los aparatosos fumadores de shisha, en esas muchedumbres masculinas que los atestan se fraguan los ardientes encuentros, los primeros escarceos, los tráficos mercantiles que preceden los acoplamientos afiebrados de los amantes de ocasión, en casas de cita cuya sordidez y mugre aderezan el rijo de los exquisitos. Hasta diría que lo he visto, en las terrazas de La Corniche, o en los cuchitriles humosos que rodean el mercado de las telas, caballero de naricilla fruncida, labios ávidos y ojitos lujuriosos, a la caída de la noche, bajo la calidez de las primeras estrellas y la brisa del mar, espiando a los jóvenes de aire forajido que se pasean sacando mucho el culo, en busca de clientes.
A diferencia de la serenidad y la naturalidad con que los hombres -mejor sería decir los adolescentes- se aman entre ellos en los poemas de Cavafis, y disfrutan del goce sexual con la buena conciencia de dioses paganos, para él esos amores debieron ser extremadamente difíciles y sobresaltados, impregnados a veces de temor y siempre de ilusiones que se frustraban. Lo genial de su poesía erótica es que aquellas experiencias, que debieron ser limitadas y vividas en la terrible tensión de quien en su vida pública guardaba siempre la apariencia de la respetabilidad y rehuía por todos los medios el escándalo, se transforman en una utopía: una manera suprema de vivir y de gozar, de romper los límites de la condición humana y acceder a una forma superior de existencia, de alcanzar una suerte de espiritualidad laica, en la que, a través del placer de los sentidos y de la percepeción y disfrute de la belleza física, un ser humano llega, como los místicos en sus trances divinos, a la altura de los dioses, a ser también un dios. Los poemas eróticos
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© Mario Vargas Llosa, 2000. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 2000.
El alejandrino
Viene de la página anterior de Cavafis arden de una sensualidad desbocada y, pese a ello, y a su utilería romántica de decadencia y malditismo, son sin embargo curiosamente fríos, con cierta distancia racional, la de una inteligencia que gobierna la efusión de las pasiones y la fiesta de los instintos, y, a la vez que la representa en el verso, la observa, la estudia y, valiéndose de la forma, la perfecciona y eterniza.
Sus temas y su vocación sexual estaban infiltrados de romanticismo decimonónico -de exceso y trasgresión, de individualismo aristocrático-, pero, a la hora de coger la pluma y sentarse a escribir, surgía del fondo de su ser y tomaba las riendas de su espíritu, un clásico, obsesionado con la armonía de las formas y la claridad de la expresión, un convencido de que la destreza artesanal, la lucidez, la disciplina y el buen uso de la memoria eran preferibles a la improvisación y a la desordenada inspiración para alcanzar la absoluta perfección artística. Él la alcanzó, y de tal manera, que su poesía es capaz de resistir la prueba de la traducción -una prueba que casi siempre asesina a la de los demás poetas- y helarnos la sangre y maravillarnos en sus distintas versiones, a quienes no podemos leerla en el griego demótico y de la diáspora en que fue escrita. (A propósito, la más hermosa de las traducciones que he leído de los poemas de Cavafis es la de los veinticinco poemas que vertió al español Joan Ferraté. La publicó Lumen en 1970, en una bella edición ilustrada con fotografías, y, por desgracia, que yo sepa no ha sido reimpresa).
Ése es el tercer Cavafis de la indisoluble trinidad: el extemporáneo, el que en alas de la fantasía y la historia vivió, al mismo tiempo, bajo el yugo británico contemporáneo y veinte siglos atrás, en una provincia romana de griegos levantiscos, judíos industriosos y mercaderes procedentes de todos los rincones del mundo, o unas centenas de años después, cuando cristianos y paganos se cruzaban y descruzaban en una confusa sociedad donde proliferaban las virtudes y los vicios, los seres divinos y los humanos y era casi imposible diferenciar a los unos de los otros. El Cavafis heleno, el romano, el bizantino, el judío, salta fácilmente de un siglo a otro, de una civilización a la siguiente o a la anterior, con la facilidad y la gracia con que un diestro danzarín realiza una acrobacia, conservando siempre la coherencia y la continuidad de sus movimientos. Su mundo no es nada erudito, aunque sus personajes, lugares, batallas, intrigas cortesanas, puedan ser rastreados en los libros de historia, porque la erudición antepone una barrera glacial de datos, precisiones y referencias entre la información y la realidad, y el mundo de Cavafis tiene la frescura y la intensidad de lo vivido, pero no es la vida al natural, sino la vida enriquecida y detenida -sin dejar de seguir viviendo- en la obra de arte.
Alejandría está siempre allí, en esos poemas deslumbrantes. Porque en ella ocurren los episodios que evoca, o porque es desde esa perspectiva que se vislumbran o recuerdan o añoran los sucesos griegos, romanos o cristianos, o porque quien inventa y canta es de allí y no quiere ser de ninguna otra parte. Era un alejandrino singular y un hombre de la periferia, un griego de la diáspora que hizo por su patria cultural -la de su lengua y la de su antiquísima mitología- más que ningún otro escritor desde los tiempos clásicos, pero ¿cómo podría ser adscrito, así, sin más, a la historia de la literatura griega moderna europea, este medio-oriental tan identificado con los olores, los sabores, los mitos y el pasado de su tierra de exilio, esa encrucijada cultural y geográfica donde el Asia y el África se tocan y confunden, así como se han confundido en ella todas las civilizaciones, razas y religiones mediterráneas?
Todas ellas han dejado un sedimento en el mundo que creó Cavafis, un poeta que con todo ese riquísimo material histórico y cultural fue capaz de crear otro, distinto, que se reaviva y actualiza cada vez que lo leemos. Los alejandrinos de hoy día no frecuentan su poesía y la gran mayoría de ellos ni siquiera conoce su nombre. Pero, para quienes lo hemos leído, la Alejandría más real y tangible, cuando llegamos aquí, no es la de su hermosa playa y su curvo malecón, la de sus nubes viajeras, sus tranvías amarillos y el anfiteatro erigido con piedras de granito traídas de Assuán, ni siquiera la de las maravillas arqueológicas de su museo. Sino la Alejandría de Cavafis, aquella en la que discuten e imparten sus doctrinas los sofistas, donde se filosofa sobre las enseñanzas de las Termópilas y el simbolismo del viaje de Ulises a Ítaca, donde los vecinos curiosos salen de sus casas a ver a los hijos de Cleopatra -Cesáreo, Alejandro y Tolomeo- asistir al Gimnasio, cuyas calles apestan a vino e incienso cuando pasa el cortejo de Baco, inmediatamente después de los dolidos funerales a un gramático, donde el amor es sólo cosa de hombres y donde, de pronto, sobreviene el pánico, porque ha corrido el rumor de que pronto llegarán los bárbaros.
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