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La Comisión Europea sigue sesteando

Xavier Vidal-Folch

Pero ¿existe la Comisión Europea de Romano Prodi? El primer ministro portugués, Antonio Guterres, contestó recientemente a esta envenenada pregunta con su inveterada paciencia: "Está empezando, no nos precipitemos, démosle tiempo".¿Tiempo? Dentro de un mes se cumplirá un año desde que el professore fue designado para sus nuevas funciones por los Quince en la cumbre de Berlín. Y hace cinco meses que las ejerce, o que tal parece. Durante este plazo, los principales líderes europeos se han llenado la boca asegurando sin fisuras que propugnan "una Comisión fuerte", dotada de una sólida dirección presidencial, que recupere el prestigio del Ejecutivo tras el desastre del colegio encabezado por Jacques Santer, y que dinamice la construcción comunitaria.

Los hechos envían por el momento esos deseos al limbo de la ingenuidad. Desde que manda, Prodi ha lanzado cuatro iniciativas de empaque. La más madrugadora fue de cocina interna, la reforma administrativa que va diseñando el vicepresidente británico, Neil Kinnock, entre mucha expectación, alguna polémica, el desánimo generalizado de los funcionarios y la consiguiente parálisis burocrática. Es un reto interno, porque pretende agilizar la máquina, pero también va mucho más lejos, pues trata de aproximar la casa al modelo anglosajón en detrimento del francés con el que se creó. Veremos en qué acaba.

Las otras tres han sido más políticas, y han corrido casi idéntica -y desfavorable- suerte. Una, la propuesta de fijar una fecha fija para incorporar a los candidatos del Este: quedó en mero compromiso de los Quince de estar preparados para acogerlos desde el final del 2002.

Dos, la sugerencia de que la Conferencia Intergubernamental (CIG) -inau-gurada el lunes-, que debe reformar el alicorto Tratado de Amsterdam, abordase un "temario más amplio" que el inicial (los tres asuntos indispensables para afrontar la ampliación: formato de la Comisión, ponderación de votos en el Consejo, ampliación del número de ámbitos en que se decide por mayoría cualificada). Resultó en una mera alusión en las conclusiones de la cumbre de Helsinki a que al final se les podrían añadir otros temas: quizá ocurra, pero en ese caso lo más probable es que sea a iniciativa de los Gobiernos. Tres, el intento de acercamiento de la Libia del coronel Gaddafi, que quedó en agua de borrajas.

¿Por qué estos magros resultados? Una hipótesis verosímil indica que la principal causa de los reveses radica en que el hábil presidente de la Comisión confunde a veces los deseos con la realidad. Ha predicado que la Comisión es "un verdadero Gobierno europeo", desiderátum deseable, cuando en realidad no llega a tal. La Comisión gobierna muchas cosas, pero su competencia es más el impulso, la iniciativa y la creación de complicidades que la capacidad de mando (salvados los requisitos parlamentarios) propia de los Ejecutivos más clásicos. Bruselas parece haber creído que basta alumbrar una idea europeísta para que ésta se transmute al instante en decreto transcrito al Diario Oficial.

Sólo así se explica que lanzase esas iniciativas sin un previo sondeo a los Gobiernos -o al menos, a los principales-, y sin un mínimo apoyo. El funcionamiento de la Europa comunitaria obedece no sólo a normas explícitas, sino también a reglas políticas no escritas. Una de ellas estriba en que todo proyecto, por excelente que sea, para que empiece a volar -abrirse paso, en la jerga comunitaria- debe contar al menos con el triángulo Bruselas-París-Bonn. Y, a ser posible, con Londres y Madrid.

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Cuando ese proyecto topa desde el inicio con la inquina general o al menos de esas capitales, fallece. Para situarlo de nuevo sobre el tapete, se requiere una ímproba labor de convencimiento, un masaje pedagógico, habitualmente traducido en peregrinación: la gira de capitales indispensable para cocinar consensos, ese mecanismo informal que cohonesta planteamientos innovadores de la burocracia con exigencias irrenunciables de la democracia. Algo que Prodi ni siquiera se planteó en su intento de que el temario de la CIG respondiese a las aspiraciones de Bruselas en lugar de a las urgencias inmediatistas de los Gobiernos.

Jacques Delors fue un redomado maestro en esta técnica -así encabezó el grupo de sabios para la unión monetaria-, a veces paradójicamente gracias a la oposición de la hoy lady Thatcher, que por sí sola frecuentemente fraguaba el acuerdo de los otros socios. No siempre le surtió efecto. Cuando se encallaba -como cuando le limaron las aristas más ambiciosas de su Libro Blanco sobre el empleo- Delors tragaba aparentando victoria o planteaba batalla apelando a la opinión pública. Había cruce de ideas, dialéctica, política. Jacques Santer también usó ese mecanismo, pero casi siempre desde una posición subordinada. Ninguno de los dos Jacques pudo contar, por distintas razones, con el apoyo -en esta tarea de atraerse a los Gobiernos- de un Parlamento Europeo que entonces carecía de peso y ayunaba en competencias.

El problema político de esta Comisión no es sólo su escaso acierto táctico en la acción, que seguramente todavía está a tiempo de corregir. Su peor drama es la omisión, la delgadez de su iniciativa política, su ausencia como protagonista en asuntos democráticos y geoestratégicos fundamentales. Bruselas nada ha aportado a la campaña europea contra la pena de muerte en el mundo, que fracasó en puertas de la Asamblea General de la ONU a finales del trimestre pasado: nacida al calor de la comunidad italiana católica de San Egidio y del Partido Radical, fue endosada con ardor pero sin éxito por la presidencia finlandesa. La Comisión Europea -incluido el brillante Chris Patten- no aprovechó ni sus múltiples contactos internacionales, ni sus conversaciones con Pekín, ni sus photo opportunity con Bill Clinton, ni su ascendencia económica sobre países en vías de desarrollo (México, Marruecos, Turquía...) para siquiera plantear el asunto. Enorme oportunidad para exportar el modelo democrático europeo lamentablemente desperdiciada.

La misma ausencia se detectó cara adentro, cuando los huracanes de Navidad y el hundimiento de un petrolero sacudieron a Francia. Ni el presidente Prodi, ni los comisarios de Medio Ambiente (la sueca Margot Wallström) o de Ayuda Humanitaria (el danés Poul Nielson) abrieron los labios, ni se acercaron a mostrar su interés o su solidaridad en el lugar de los hechos, junto al presidente Jacques Chirac y al primer ministro Lionel Jospin. Así, permitieron que la demagogia nacionalista de un Phillipe de Villiers, denunciando la lejanía de Europa y la ausencia de una reglamentación común sobre la seguridad marítima, hiciera su agosto. La visita del comisario Michel Barnier, un mes después, fue un pálido paliativo, no sólo por tardía, sino porque Barnier es francés, y lo bueno de la solidaridad europea es que se revele también en otras lenguas, distintas. Las excusas oficiales según las que la catástrofe no podía incluirse en el presupuesto comunitario y que toda actuación se hubiera entendido como mero populismo olvidaban que la política empieza hoy, antes que nada, por el gesto y el símbolo. Y el primer gesto es escuchar. Y el primer símbolo es estar al lado de quienes lo pasan mal.

Nada de esto entiende Nielson, un hombre que llegó a Bruselas como desecho de tienta (fue rechazado por Kofi Annan para presidir el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, PNUD) y que acaricia rebanar la acción humanitaria de los Quince a su mínimo nivel, trocándola en una simple financiación para las agencias de una burocracia menos eficiente, la de la ONU. La Unión ha estado largamente ausente de la crisis de Chechenia, al menos hasta que Jacques Chirac planteó, ni que fuese a nivel verbal-diplomático, una línea de dureza con amenaza de sanciones a Moscú. Es cierto que en puro pragmatismo el margen de maniobra para insuflar racionalidad democrática a la crisis chechena resulta escaso, aunque eso repugna a la conciencia democrática ciudadana, que asumió mal que bien los costes morales de la intervención en Kosovo por la apelación a las nobles causas de los derechos humanos y del retorno de los refugiados. Ni el Kremlin es Belgrado, ni Rusia es Serbia, ni los riesgos de actuar en uno y otro escenario son equivalentes. Pero si la comunidad internacional -y en primer término, la más cercana, la europea- pretende mantener una cierta credibilidad y reducir el uso de un doble rasero, debe al menos estar presente, marcar pautas, "intentarlo", como reclamaba T. S. Elliot. Al menos, desde luego, en el ámbito humanitario.

Claro que Moscú se negaba -y se niega- al tránsito de la ayuda humanitaria. Pero ¿se han agotado todas las iniciativas posibles? ¿Cuántas veces se ha acercado Nielson al lugar de los hechos? ¿Cuántas a Moscú? ¿Cuántas actuaciones ha protagonizado junto con las ONG que pugnaban por ayudar? El esfuerzo aparentemente inútil no siempre conduce a la melancolía. Peor lo tenía su antecesora Emma Bonino en el teatro de Afganistán. Y allá se presentó, a intentar lo imposible, aunque fuese a riesgo -cumplido- de ser detenida; a airear los problemas; a defender a las mujeres oprimidas por los talibán. Tampoco Kabul es Moscú, evidente. Pero si alguien tipo Bonino hubiera seguido en el puesto, ¿acaso no hubiera sacado algún conejo de la chistera? Al menos lo habría intentado.

Pero es que la ausencia no se detecta sólo en Chechenia, sino en países menos complicados. Examínese la reciente catástrofe de Venezuela: Europa, la Europa de Bruselas, no se personó. Y sin embargo, en 1998, cuando el huracán Mitch, allí estaba, haciendo lo imposible en Centroamérica.

En un momento histórico en que la Comisión se ha apuntado a la bandera izada por Alemania de completar el Tratado con una Carta Europea de los Derechos Fundamentales, resulta contradictorio y angustioso comprobar que los catorce Gobiernos han ido mucho más allá que el equipo de Prodi en su presión para impedir, condicionar o limitar el acceso de la ultraderecha xenófoba de Jörg Haider al Gobierno de Austria. Sólo la historia dirá si el bloqueo de las relaciones bilaterales, las denuncias simbólicas ante cada Consejo y el boicoteo de los candidatos austriacos a puestos internacionales son suficientes. Concédase incluso que han contribuido a exacerbar los sentimientos nacionalistas austriacos. Pero ninguna batalla política se ahorra daños colaterales. Y en todo caso es mejor equivocarse en la acción que en la contemplación pasiva. De momento, y gracias en buena parte a la protesta de los Catorce, los de Haider -como antes sucedió en Italia con los neomussolinianos de Fini- han tenido que comprometerse en una solemne declaración en la que endosan los principios democráticos y europeístas que venían negando.

La Comisión ha tratado de justificar su siesteo en este caso argumentando que "atañe a las relaciones bilaterales de los Estados y no a las instituciones europeas". Falso. El Tratado de Amsterdam prevé castigos, como la privación del derecho de voto, cuando se constate "la existencia de una violación grave y persistente por parte de un Estado miembro" de los principios democráticos. Jurídicamente, sería polémico el aserto de que en Austria se ha registrado dicha violación, pero podría apelarse a que varias legislaciones europeas tipifican el delito de incitación al racismo. Políticamente, lo esencial es demostrar una voluntad tajante de cercenar la xenofobia rampante. La Comisión es la guardiana del Tratado y puede formular recomendaciones y emitir dictámenes no sólo cuando su articulado se lo reclama, sino también siempre que "lo estima necesario".

De modo que nadie se extrañe si el actual Ejecutivo no ha logrado todavía remontar el lastre que dejó a la institución la crisis y derribo parlamentario de su antecesor. Ahora bien, esta fragilidad empieza a ser ya demasiado patente: testigos presenciales relatan cómo en la última cumbre, bastantes líderes y miembros de las delegaciones aprovechaban las -escasas- intervenciones del presidente de la Comisión para tomarse un café o un respiro. Y en la última sesión del Parlamento, las risas desafectas superaron a los aplausos de cortesía.

Este panorama resulta muy preocupante para la construcción europea, porque el vacío de la Comisión no se colma plenamente con otros mecanismos o instituciones. El secretario del Consejo y mister PESC, Javier Solana, ha resuelto con éxito y en muy breve tiempo el litigio greco-turco y ha acelerado el diseño y puesta en práctica de la nueva política exterior y de Defensa. Pero la arquitectura institucional de la Unión reclama que el Consejo no se quede solo.

Todos estos pecados de acción y omisión pueden redimirse. Es urgente, porque la Unión Europea atraviesa una coyuntura política trascendental, con el inicio de la CIG que debe reformar su entramado institucional para la ampliación más numerosa.

Redimirlos, ¿cómo? Con ideas, con voluntad política, aprovechando precisamente la ocasión de la CIG. A la vuelta de la esquina.

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