Qué tiempos JUAN JOSÉ MILLÁS
Érase un pequeño país mal avenido en el que cierto día apareció una palabra nueva, de difícil pronunciación, cuyo significado no conocía nadie. Había muchas palabras incomprensibles (leucopenia, insacular, teofilina...), de modo que el asunto habría carecido de importancia de no ser porque la que acababa de surgir monopolizaba las primeras páginas de los periódicos, las cabeceras de los telediarios y las conversaciones de la gente. A los dos o tres días de que circulara sin control, algunos expertos comenzaron a explicarla en los programas de radio y en los editoriales de la prensa, pero cada hermeneuta le atribuía un significado incompatible con el de los otros. Todos, sin embargo, se explicaban tan bien que resultaba imposible decidir quién tenía razón.Los ciudadanos, desprotegidos por la falta de sentido, se amparaban bajo uno u otro concepto en función de sus intereses inmediatos. En las reuniones familiares se le atribuían significados apocalípticos con los que los padres asustaban a los hijos y los hijos a los nietos. Los adultos se iban a la cama desasosegados, masticando la palabra, que era dura como una piedra, en la confianza de que se diluyera en el sueño. Para unos era una creación lingüística de la derecha; para otros, una operación semántica de la izquierda. Para muchos, un producto espontáneo del mercado.
La palabra monstruosa no era otra que TELEFÓNICA-BBVA, aunque algunos la pronunciaban al revés: BBVA-TELEFÓNICA. No se sabía, pues, cuál era su raíz ni cuál su desinencia, pues unas veces tenía la cabeza delante y otras detrás, siempre enlazada al cuerpo por un breve pedúnculo. En algunos círculos se especulaba con la idea de que fuera hija, como el Minotauro, del ayuntamiento contra natura entre un individuo analógico y una diosa digital. Lo curioso es que en lugar de vivir recluida en un laberinto, era la población la que vivía sumida en un dédalo de incertidumbre. Y sin otro hilo de Ariadna que los editoriales incompatibles de los medios. En cuanto a Teseo, que ahora se llamaba Rodrigo, resultó ser ministro de economía y amigo de la bicha, por lo que en lugar de enfrentarse al monstruo nombró una comisión.
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