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En la tormenta de las rosas

LUIS DANIEL IZPIZUA

Escucho el aria de Gismonda, "Vieni, o figlio, e mi consola", del Ottone de Hëndel. Una maravilla. Aunque no sé bien por qué abro con este fondo musical una columna que yo quería dedicar al silencio. ¿Tal vez porque la música sea el único lenguaje que puede hacer hablar a éste? Hay también palabras, cierto, en el aria a la que me refiero, pero las oímos casi como un pretexto para la voz humana. Si las leo, apenas me dicen nada; no, desde luego, lo mismo que me dicen, que me hacen decir como oyente, cantadas. Es en ese encuentro entre lo que dice sin decir y lo que nos hace decir sin que sea enunciable donde reside, creo, la gran virtud de la música. Decimos en ella lo que sólo podemos decir a través de ella; en su lugar sólo cabe el silencio, nunca las palabras.

El silencio no significa exclusivamente renuncia. Puede significar también apertura a algo, y de hecho es en él, y sólo en él, donde acaecen momentos fundamentales de nuestra vida. No me refiero al dolor, ni a la alegría, ni a los grandes sentimientos, en los que las palabras son sólo soportes para la consolidación del silencio, vías para hacer que éste hable por ellas. Tampoco me refiero a las experiencias trascendentales, ni a los valores éticos. Decía Wittgenstein que "la expresión verbal que damos a estas experiencias carece de sentido". Constituyen aquello de lo que no se puede hablar. Pero a lo que pretendo referirme es a algo más cotidiano, aunque su acontecer quizá sí entre en el terreno de la ética. Un hilo de silencio nos envuelve. En su consistencia, alguien me atraviesa, se asienta en mí, me ocupa; después lo veo alejarse, perderse en la niebla, hasta que tal vez regrese. Y esa experiencia no puede ser enunciada, tal vez no deba serlo.

En nuestras relaciones, lo explícito no es siempre lo más vívido. En toda relación hay un fondo de silencio que debiera ser respetado. La parte más fuerte de nuestro vínculo se asienta en ocasiones en él: quien nos habla nos es más verdadero cuando es también quien nos calla, cuando es capaz de habitar nuestro silencio. No se trata de guardar secretos. El silencio del que hablo no entiende de secretos: sabe, se calla precisamente para saber. Por ese espacio de silencio transita la vida, y se guarece en él, lo cultiva, porque sabe que si lo rompe dará comienzo a otra cosa, a algo cuyo guión ha sido ya enunciado y en el que las oscilaciones del sosiego, esos latidos de la distancia, adoptarán un perfil más rígido. En el silencio yo puedo aceptar al otro, aun cuando las palabras de la tribu me lo impidan, e incluso puedo conseguir que éstas callen. Pero si trato de negar al silencio cualquier posibilidad, será la tribu la que se imponga y ningún movimiento podrá abrir mi brecha en ella.

Sé que vivimos un época en la que el silencio parece estar proscrito. Para los estándares al uso es una manía, como la humildad, la sobriedad, la pobreza. Todo ha de ser explícito y la cháchara incesante se esfuerza por ocultar lo que previamente ha matado, es decir, no hay nada que callar, o sólo queda la nada por callar. Y por mostrar, por decir. Sintonicé ayer la radio, cosa que raras veces hago, y me topé con un espectáculo que ninguna otra época de la Historia hubiera consentido. Uno de esos programas quizá juveniles, en el que un locutor hablaba un euskera con una prosodia infame, sin pausas, como una metralleta soez, gritona, y en el que se trataba de escenificar un jolgorio estultamente correcto. Las frases apenas se completaban, siempre con construcciones idénticas y simplonas rematadas por suspensiones y guiños. La función del lenguaje era la de no decir nada, pero era también la de no callar y la de suscitar un consentimiento gregario.

En esta empobrecida hinchazón de lo que se dice, el lenguaje se utiliza para oscurecer el ámbito de lo decible y anular lo indecible. Pierde toda función clarificadora y pervierte su valor social convirtiéndose en un emblema de identificación. Las palabras ya no significan, sino que son pura deixis de significado variable. Lo vemos en nuestros políticos. Lo redefinen todo para su grey. Sólo falta una orden. Orden que sólo desde el silencio podría ser desatendida. Desde donde está la noche iluminada de zarzas, en la tormenta de las rosas, que diría Ingeborg Bachmann. O: "No debes llorar, dice una música. Más no dice nadie".

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