La integración social como purga de Benito
Ahora que tantos responsables políticos y sociales parecen redescubrir la necesidad de la integración social de los inmigrantes como objetivo prioritario, puede ser un buen momento para recordar algunas sencillas ideas sobre ese concepto, que lleva camino de alcanzar el lugar del tópico que ocupa la tolerancia, incluso el altar del remedio mágico.Cuando se debatían las razones a favor de la nueva Ley de Extranjería, uno de los argumentos fundamentales era, junto a su carácter garantista, la novedad que apuntaba en el título: una ley sobre "integración social". El problema es que no basta con proclamar objetivos en el BOE para que se materialicen. ¿De qué integración hablamos? ¿Cuáles son las condiciones de esa integración?
Como viene advirtiendo desde hace años entre nosotros M.Delgado o C.Giménez, la integración social es un concepto complejo, que no debería identificarse con integración cultural y, sobre todo, que no responde a la imagen de los comecocos: no se trata de una relación en la que el anfitrión injiere al de fuera. Estamos hablando de procesos de interacción, que no pueden no afectar a las dos partes. La imagen de una sociedad de acogida que "integra" a los de fuera permaneciendo igual que era -como el cristal atravesado por la luz- es, por encima de un mito, un error, salvo que se imponga al de fuera un modelo de aculturación brutal, basado en la negación de su condición de persona, en la negación de valor a cuanto es y cree. Sólo desde una perspectiva rabiosamente etnicista, que sostenga la presunción de que la sociedad de acogida es homogénea y superior (al menos culturalmente, se dice) puede defenderse la viabilidad de ese modelo, que lleva a proponer la prioridad de recibir sólo a aquellos a los que se pueda integrar fácilmente, como ha sugerido en estas páginas Herrero de Miñón, que, evidentemente, no coincide con Castoriadis.
Así entendida la integración, parece claro que tiene como primera condición la necesidad de que ambas partes respeten las reglas de juego, tal y como recordaba el día 9 en EL PAÍS Joaquín Estefanía, en un artículo que ofrecía lúcidamente buena parte de los argumentos decisivos, aunque, en mi opinión, como trataré de señalar, apostaba por una noción fuerte de integración que debe ser discutida. La clave para hablar de integración es que unos y otros tienen deberes básicos que han de reconocer, y que se formulan en la Constitución y su negativo, el Código Penal. La primera consecuencia, en la que no siempre se insiste, es que ello exige en primer lugar enseñarlos, explicar su razón de ser, algo muy distinto de imponerlos o esgrimir únicamente la amenaza de castigo por su violación antes de que se produzca. La segunda, a la vista de lo que enseña la experiencia, es la necesidad de evitar el discurso unilateral, el fobotipo que insiste sólo en hacer respetar esos deberes básicos, esas nuestras normas de conducta, por los de fuera. Lo cierto es que la mayor parte de las violaciones de derechos no las producen los inmigrantes, sino que las sufren ellos, aunque sea tan cotidianas que resulten invisibles hasta que se produce el estallido.
Pero Estefanía, en línea con las tesis de Heller o Sartori, apuesta por un compromiso mayor, al exigir a los de fuera un respeto "a leyes no escritas de quienes los reciben, pues no sólo llegan a un Estado, sino sobre todo a una sociedad: la urbanidad, la higiene, las costumbres... la voluntad de aprender un idioma". Al mismo tiempo, "los anfitriones tienen que respetar la cultura, los aspectos diferenciales de los inmigrantes. En definitiva, los inmigrantes tienen que asumir la civilización de los anfitriones, pero no su cultura, y éstos el derecho a la diferencia de los primeros". Estoy de acuerdo con lo que me parece el fondo del planteamiento: la necesidad de reconocerse mutuamente -de evitar el prejuicio, la demonización-, pero no me parece tan sencilla la distinción entre civilización y cultura, de un lado, ni tampoco creo que sea tarea fácil concretar el derecho a la diferencia que parece aceptable desde esos límites. Si aceptamos que no hay sociedades definibles como espacios culturales homogéneos, si aceptamos que las "pautas de civilización" están muy lejos de constituir tablas de la ley, que tanto lo que llamamos cultura, como éstas, por definición, son una dinámica de interrelaciones y correlaciones, la integración fuerte se desdibuja.
La integración social supone, además de lo anterior, la aceptación de la pluralidad como punto de partida para participar en el espacio público. Por eso, salvo que se comparta una visión radicalmente liberal, habrá que aceptar que esa diversidad supone hoy todavía trabas para acceder en condición de igualdad. Esa aceptación remite, al menos, a dos condiciones de la integración social.
La primera exige reconocer que lo más importante, a propósito del objetivo de la integración, es, como insiste Estefanía, tomar en serio la situación de asimetría entre ambas partes. Por eso quienes nos encontramos en la posición de poder somos los obligados a empezar, y ésta es la consecuencia en que me parece que todavía no insistimos lo suficiente y que no veo destacada en planteamientos como los de Sartori, Todd o Heller. Empezar por asegurar nuestro respeto a los deberes básicos para con los de fuera, y eso no se llama tolerancia ni buenos modales. Eso significa garantizar los derechos elementales que aseguran las necesidades básica, que es la primera condición necesaria, aunque insuficiente, de la integración. Y no sólo proclamarlos en el BOE, sino seguir con ese reconocimiento. Es decir, concretarlos en los presupuestos y verificar que los poderes públicos -todos los escalones de la Administración- y los particulares los respetan, empezando por la igualdad y la dignidad en las condiciones de trabajo. Presupuestos para garantizar la atención sanitaria a todos -no sólo a los niños ni a los residentes legales ni sólo en caso de urgencia-. Presupuestos para educar a todos- no sólo a los que viven en contacto con los de fuera- en la necesidad del conocimiento mutuo, en el valor del pluralismo, en la interculturalidad.
Pero eso no basta. La segunda condición remite a un viejo principio democrático invocado por los revolucionarios de las colonias inglesas en Norteamérica, proclamaba "no taxation whitout representation". Ha llegado la hora de tomarse en serio también este criterio para aquellos que con su trabajo y sus impuestos contribuyen al bienestar de todos, los inmigrantes. Hacer efectiva esa participación en la elaboración de la agenda pública y en la toma de decisiones, abandonar el modelo meramente paternalista, y reconocer derechos políticos es otro requisito si queremos hablar de verdad de integración social.
Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política de la Universitat de Valencia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.