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El hipersex VICENTE VERDÚ

¿Vivimos en una sociedad de la super-erotización o de la des-erotización? Esta interrogación la plantea Román Gubern en su nuevo libro El eros electrónico, que ha publicado Taurus y se presentó ayer en Madrid. De un lado, nunca la sociedad estuvo más decorada, coloreada e ilustrada de carteles, vídeos y películas eróticas; pero, de otro, ¿cómo no admitir que el sexo ya no es lo que fue? La liberación democrática, que ha desencantado otros mitos, ha desgastado la mitología sexual. Propio de la democracia es la tolerancia, el relativismo, la indiferencia al fin, y el sexo ha dejado de ser, por tanto, la viva bandera reivindicativa, subversiva y revolucionaria que fue hace casi medio siglo. ¿Quién piensa hoy en el precepto de la virginidad prematrimonial o en el delito del adulterio? ¿Quién cree desafiar al sistema con el amor fou? ¿Quién se atreve a repudiar la homosexualidad, el lesbianismo o cualquier forma de practicar el sexo si no se perjudica a terceros? El sexo libre ha pasado de ser una insignia política a circular como un bien de consumo con las consecuencias de su banalización. En este sentido, nunca ha tenido la vicisitud sexual menos relevancia social. Pero ¿puede decirse, también, que ha perdido interés en beneficio, por ejemplo, del trabajo, la profesión, la salud o el dinero?

Atendiendo a la demanda de Internet, la pornografía constituye en la actualidad la aplicación recreativa más extendida por las redes. Más del 80% de los usuarios son todavía del sexo masculino, pero las participaciones femeninas no dejan tampoco de crecer. Unos y otros se encuentran en conversaciones eróticas, citas a ciegas, abrazos y adulterios virtuales en incesante progresión, y nunca ha existido tanta oferta para satisfacer los gustos más oblicuos. La red ofrece, de hecho, todas las variantes alternativas y especializadas desde la pedofilia a la hebefilia, desde el sadomasoquismo al ondinismo, de la coprofagia a la zoofilia, con una facilidad y abundancia que nunca había proporcionado el espacio real.

Así, mientras en las afueras del ciberespacio la sociedad parece agotada de sexualidad, en el interior de las pantallas emerge un mundo de codicias donde bullen los deseos. Paralelamente, nunca ha sido tan aceptada y difundida como ahora la pornografía, presente en todos los hoteles de clase, accesible en los videoclubes, multiplicada en serios análisis sobre el género (véase Fantasías de noche de Frank Lasseca) o atrayendo a autores femeninos que siempre la repudiaron. Ahora, productoras de cine como las reunidas en torno a Femme Production o directoras al estilo de Catherine Breillat (Romance) lanzan una pornografía meticulosa y aderezada de argumentos y trazos psicológicos como no se habían detenido a introducir los hombres. ¿Conclusión?

La demanda de sexo acaso haya tomado una deriva semejante a la demanda conspicua que en otro ámbitos existe por el consumo óptico de la realidad. Es decir, así como en la política, en las stock option, en los concursos o concesiones estatales, en los ensayos científicos, la opinión pública exige transparencia extrema, visión total, en el sexo la reclamación se exaspera hasta la máxima contemplación, la forma explícita absoluta, dentro de cuyo territorio de exploración se incluiría el repertorio de cualquier perversión, cualquier barranco de la lujuria,

El sexo real quizá ha perdido atractivo, pero ahora el sistema de la lascivia planea por encima y por debajo de su nivel convencional. O bien se recrea en las formas sofisticadas del eros electrónico, o bien se complace con excursiones carnales en los voluptuosos misterios de la desviación. La vida cotidiana se ha normalizado tanto, que el sexo constituye hoy una de las pocas aventuras posibles. Pero ahora no basta, para disfrutarla como tal, el sexo a secas, sino que se requiere, como en otros sectores de la oferta moderna , un sexo rediseñado en las nuevas factorías de la ciberconcupiscencia o del hipersex.

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