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La sinécdoque

LUIS MANUEL RUIZ

En una carta de Jacques Vaché a André Breton figura el siguiente, memorable aserto: nada es peor para un hombre que verse obligado a representar a un país. El principio, como un palíndroma, es certero e incluso más terminante si lo volvemos del revés, si lo miramos por el forro: nada es peor para un país que verse obligado a representar a un hombre. Con los días que corren, muchos cerebros deben de haber albergado ése o parecidos pensamientos; el de cualquier austríaco, el de cualquier marroquí empadronado en el pueblo almeriense de El Ejido, el de cualquier español empadronado en el pueblo almeriense de El Ejido. Siempre que se considera a los hombres en razón de su procedencia, siempre que se supedita la persona al origen y se aplasta cualquier rasgo diferenciador, específico, bajo la pertenencia a la cofradía común de una tradición que puede ser lingüística, consuetudinaria, sanguínea, se está olvidando al hombre real, al único que hay, para vestirlo con un manido uniforme cuyas tallas no tiene por qué compartir: qué tiene que ver el austríaco medio con el lobo con corbata que sale en los telediarios pidiendo contención en el corral; cuál es la filiación del inmigrante marroquí que se gana el pan vaciándose de sudor bajo los invernaderos con el individuo, marroquí o no, que roba un bolso con intimidación o apuñala hígados; y, en fin, qué tiene que ver cualquier almeriense ponderado con las jaurías de perros desbocados que rompen cristales de comercios o vuelcan automóviles amparándose en el imposible criterio del color de quien los posee. Absolutamente nada.

Tanto el nacionalismo como la xenofobia, brotes simétricos de una misma cepa enferma, poseen idéntica raíz: una disfunción de la inteligencia que también se usa para escribir poemas y que se conoce como sinécdoque. La sinécdoque, dice el diccionario, es ese tropo que consiste en resumir un conjunto en uno de sus elementos, en comprimir la complejidad de un todo en la simpleza de una de sus partes. Sabemos que la razón humana, por propia definición, precisa de esa abolición de lo particular para poder funcionar de modo satisfactorio: el pensamiento se compone de conceptos, que son ideas genéricas, patrones que forzosamente deben prescindir de los detalles individuales. La sinécdoque política consiste en una deformación patológica de ese elemental principio de la inteligencia; concebir, no ya que un olmo y una encina puedan englobarse bajo la etiqueta común de árboles, sino que dos marroquíes, cualesquiera que sean, deban agruparse bajo el título común de asesinos.

Toda llamada a la cautela parece vana, porque la sinécdoque es un mal poderoso e infecta la vegetación del cerebro volviéndolo estéril al cabo de poco. Al reclamo de su falsa evidencia sólo cabe oponer otra mucho más clara, inmediata, palpable: nada ata a un hombre a nada, a ningún otro hombre, a ningún país. Dicha así, esta fórmula suena malhumorada, ofensiva como un escupitajo; nos gusta tener países, nos gusta usar la lógica de los países para formar juicios. Las inteligencias son perezosas y acogen con agrado todo lo que les exime del esfuerzo de moverse: las sinécdoques son siempre mucho más cómodas y no hay por qué tomarse el trabajo de ir revisando uno por uno los casos que pueden desmentir el tópico.

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