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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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Fujimorazo en Ecuador

Mario Vargas Llosa

El derrocado presidente de Ecuador, Jamil Mahuad, dijo que el operativo militar que lo defenestró fue "una cantinflada", y sin duda tuvo algo de razón, porque también fue eso. Pero olvidó añadir que él mismo contribuyó a dar ribetes payasos al confuso episodio, con su contradictoria actuación. ¿Acaso no condenó el primer golpe, el de los coroneles, negándose a renunciar, para luego pedir apoyo al segundo golpe, el que entronizó en la Presidencia al vicepresidente Gustavo Noboa, y, finalmente, declarar que él nunca había renunciado sino sido echado del poder por la fuerza armada y que, por lo tanto, el gobierno actual carece de legitimidad? ¿En qué quedamos? ¿Cómo se puede pedir apoyo para algo que al mismo tiempo se rechaza y condena? ¿No es eso un ejemplo prístino de la confusión mental y verba1 -existencial- que inmortalizó, en sus películas, el genio de Mario Moreno, Cantinflas?Lo ocurrido en Ecuador tiene aspectos cómicos y rocambolescos -subdesarrollo político en estado prístino-, pero nadie debería festejarlo, pues significa, pura y simplemente, que, siguiendo el mal ejemplo peruano de Fujimori, y el venezolano del comandante Chávez, otra democracia latinoamericana, después de prostituirse, acaba de desaparecer y de ser reemplazada por un régimen autoritario, que, aunque mantiene una fachada de civilidad y 1egalidad, es en verdad manejado por las Fuerzas Armadas. En el trágico suceso cabe una responsabilidad mayor en este caso al Congreso ecuatoriano, una mayoría de cuyos miembros, por temor, o más probablemente por codicia -conservar sus sueldos y sus gangas-, colaboraron con los militares felones en el legicidio constitucional. E1 detalle pintoresco y trágico lo aportó una masa campesina de indios explotados y marginados, que, creyendo rebelarse contra la miseria y 1a injusticia, sirvieron de coartada a los golpistas castrenses para presentar la defenestración del legítimo mandatario de Ecuador como un movimiento de "salvación social".

El principio del fin de la democracia ecuatoriana comenzó unas semanas atrás, cuando el presidente Mahuad legalizó la dolarización de una economía en bancarrota, víctima de un desmesurado déficit fiscal y un proceso inflacionario imparable. Desde que, el año pasado, el gobierno congeló las cuentas bancarias, y anunció que no estaba en condiciones de cumplir con sus obligaciones internacionales en el pago de la deuda, el clima de agitación se había ido agravando hasta alcanzar contornos críticos. En verdad, la dolarización ya había ocurrido, por la libre, cuando el Presidente Mahuad la oficializó, pues es lo que ocurre, de manera inevitable, cuando los precios se disparan y la gente común siente que la moneda nacional se le escurre como agua entre los dedos: se libra de ésta cuanto antes, cambiándola en dólares, y lo mismo hicieron comerciantes e industriales fijando los precios de las mercancías en divisas en lugar de sucres, para reemplazar el caos con una relativa estabilidad.

La dolarización no fue la causa sino el efecto de una crisis inexplicable e injustificable en términos estrictamente económicos en un país como Ecuador, que, además de petróleo, dispone de otros múltiples recursos naturales, que venía incubándose en razón de la incompetencia, la demagogia y la corrupción de unos gobiernos democráticos, cuyo extremo más ominoso encarnó el inefable ex Presidente Bucaram, ahora prófugo en Panamá. Pero ella sirvió para que una ciudadanía maltratada por la brutal subida de los precios y la inseguridad y el miedo que produce todo proceso inflacionario, identificara un culpable concreto a quien responsabilizar de sus males: el Presidente Jamil Mahuad. En verdad, este economista graduado en Harvard, y, por lo que parece, honesto, sólo podía ser acusado de indecisión y de cobardía para hacer las reformas debidas, y, acaso, de cierta torpeza política, pero no de ser el causante de un embrollo económico debido a una política "neo-liberal", que, para desgracia de Ecuador, no se atrevió jamás a emprender.

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Así comenzó la mojiganga. La Confederación de Nacionalidades Indígenas (CONAIE), dirigida por Antonio Vargas, decretó una marcha campesina hacia Quito de sesgo inequívocamente insurreccional. Varios millares de campesinos -el sector más empobrecido y explotado de la sociedad ecuatoriana- convergieron sobre la antigua ciudad, movidos por una justificada cólera, pero totalmente inconscientes de ser utilizados por una cúpula militar con un designio secreto, y, sin disparar un solo tiro, ante una insólita pasividad de soldados y policías, la ocuparon, posesionándose incluso del local del Congreso. En estas circunstancias, la jefatura militar, encabezada por el general Carlos Mendoza, jefe del Ejército y ministro de Defensa, el Fouché de esta historia, propuso a Mahuad -según una versión de éste que parece verosímil- un fujimorazo, es decir, cerrar el Congreso y hacerse con el poder total mantenéndolo a él en la Presidencia, propuesta que el Presidente derrocado rechazó. Entonces, fue depuesto y se instaló una Junta de gobierno cívico-militar integrada por el general Mendoza, el líder indígena Antonio Vargas y el Presidente del Tribunal Supremo Carlos Solórzano, y auspiciada por el coronel Lucio Gutiérrez, líder de una facción de oficiales jóvenes de ideas socialistas que apoyaban la rebelión indígena, a los que se sumaron, entre otros estamentos castrenses, los ciento veinte cadetes de la Academia Militar.

Según la prensa norteamericana, hay en este momento una discreta reunión del embajador de Estados Unidos con los jefes militares facciosos, a la que asiste, además del general Mendoza, el jefe del Comando Conjunto, general Telmo Sandoval. El embajador les hace saber que Washington desaprueba el golpe de Estado y que, en consecuencia, Ecuador sería declarado inelegible para recibir cualquier clase de ayuda financiera y convertido en un paria internacional. Entonces, para "salvar al país del desprestigio y las sanciones", la cúpula golpista se auto-defenestra, y con la entusiasta colaboración del general Mendoza, salva la democracia, reemplazando el golpe por sólo un medio golpe, es decir instalando en la jefatura del Estado, en vez de Jamil Mahuad, al vicepresidente Gustavo Noboa. El Congreso aprueba la fórmula, justificando la sustitución de mandatarios con un exquisito eufemismo: Mahuad habría hecho "abandono del car-Pasa a la página siguiente

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go". El nuevo Presidente jura respetar la Constitución, anuncia que mantendrá las políticas de dolarización y de ajuste dictadas por su predecesor y que combatirá la corrupción. Los coroneles rebeldes son puestos en disciplina y el general Mendoza renuncia a la jefatura del Ejército y al Ministerio, denunciando al expresidente Mahuad y a sus ministros de lo que éstos los acusan a él: de haber querido propiciar un fujimorazo ecuatoriano. Los desconcertados indígenas son devueltos a sus comunidades -a su hambre y marginación- y, en conferencia de prensa, su frustrado dirigente, Antonio Vargas, protesta indignado por la traición y engaños de que ha sido objeto.

Ésta es, en apretada síntesis, la historia del naufrugio de la institucionalidad en Ecuador, un hermoso país de unos ocho millones de habitantes que, con un mínimo de sensatez y limpieza en sus gobiernos, podría gozar de altos niveles de vida y avanzar deprisa en la modernización. En vez de ello, acaba de retroceder, como Perú y como Venezuela, de una imperfecta democracia, a un régimen autoritario cuya base de sustentación no son los ciudadanos y las leyes, sino la fuerza militar. Es ésta, ahora, el centro del poder, y el presidente Gustavo Noboa, una mera fachada. Que se trate de una persona digna y preparada, como indica su currículo, no cambia un ápice esta situación, pues la autoridad de que ahora goza no la debe, como ocurre en 1as democracias, a los electores y a unas normas legales, sino a la fuerza cuartelera y a una astracanada parlamentaria que ha acabado con el poco respeto que todavía podía tener ante la opinión pública el Congreso ecuatoriano,

¿Qué enseñanzas sacar de lo sucedido en Ecuador? La primera, la de la extrema fragilidad que caracteriza al proceso de democratización en América Latina, debido a la incapacidad de los gobiernos para hacer las reformas básicas, económicas y sociales, que permitan identificar al pueblo libertad y legalidad con justicia y oportunidades de mejora personal. Tanto en Perú como en Venezuela y Ecuador el descrédito de las instituciones que permitió el desplome del sistema se debió a una crisis de la seguridad, a la corrupción y a la sensación de impotencia que inspiraban los gobiernos representativos para poner en orden la vida económica y crear reales oportunidades de desarrollo y progreso para el conjunto de la sociedad. Lo absurdo del caso es que, aunque esta descripción de la realidad política es cierta, no lo es el diagnóstico del mal: que éste se debe a los empeños de los gobiernos democráticos fracasados en aplicar las recetas "ultraliberales" del Fondo Monetario Internacional. La verdad es exactamente la contraria: que el fracaso de aquellos gobiernos se debió a su falta de decisión en la reforma del Estado, en su reticencia para acabar con el sistema de privilegios y tráficos deshonestos que propicia el mercantilismo, a no haber emprendido auténticos procesos de privatización en vez de transferir los monopolios públicos a monopolios privados -tan corruptos e ineficientes como aquéllos- y en no haber abierto suficientemente sus economías para que la aireación de la competencia internacional las sanee y dinamice. En vez de esa comprobación, la demagogia y la ignorancia hacen recaer toda la culpa del fracaso en una globalización (que aquellos gobiernos no han sabido aprovechar) y en unas supuestas reformas liberales (que jamás se realizaron). Ése es el mecanismo ideológico que está detrás de los nuevos regímenes autoritarios latinoamericanos -híbridos de brutalidad e hipocresía- a los que mi país, para vergüenza de los peruanos, ha prestado un nombre y un modelo: el fujimorismo.

© Mario Vargas Llosa, 2000. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 2000.

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