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Tribuna
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El 'caso Haider'

El presidente de turno de la Unión Europea, el portugués António Guterres, hizo públicas el pasado 31 de enero las medidas acordadas por los otros 14 miembros para el caso de que en Austria se formara Gobierno con el partido liberal de Jörg Haider. Algo todavía más llamativo: al día siguiente se adhería Estados Unidos. En la historia comunitaria no se conoce intervención tan directa en la política interna de un Estado miembro, incluso cuando se presentó un caso parecido, la coalición del partido de Silvio Berlusconi -ya de por sí derecha dura- con la Alianza Nacional de Gianfranco Fini, es decir, la reconversión modernizadora del antiguo Movimiento Social Italiano, heredero directo del fascismo.Se suelen utilizar diferentes canales para hacer saber a un Gobierno los riesgos que podría comportar una determinada política. Lo nuevo y sorprendente es que estas medidas se anuncien, como último recurso, cuando estaba a punto de culminar el pacto. Se comprende que una buena parte de los austriacos hayan reaccionado irritados ante tamaña intromisión. No trasluce mucho respeto por las instituciones y el carácter democrático de los austriacos, sin ofrecer alternativa alguna, ya que prolongar la coalición de los populares con los socialistas sería frustrar un afán de cambio muy extendido, lo que podría llevar a que Haider, en las próximas elecciones, mejorase su posición, lo que también ocurriría si se convocasen nuevas elecciones.

Una primera interpretación de los hechos insiste en que Europa habría avanzado tanto en su integración política y en su conciencia democrática que no estaría dispuesta a tolerar gobiernos nacionales en los que participen partidos de extrema derecha. Por suerte, preside la Unión quien es a la vez presidente de la Internacional Socialista, y habría actuado con la contundencia debida. Ningún demócrata dejará de apoyar que se presione a un país miembro si con ello se frena el ascenso de una ultraderecha, autoritaria y xenófoba, y en el caso de Haider, incluso con concomitancias nazis. Aunque en la conferencia de prensa en la se anunció el pacto, Haider se distanció por completo del totalitarismo nazi, manifestaciones anteriores, suyas o de sus colaboradores, explican el papel puntero que en la toma de estas medidas ha desempeñado Israel, dispuesto a retirar su embajador en el caso de que se constituya un Gobierno de coalición liberal conservador.

Haider interpreta las presiones como expresión de solidaridad de una socialdemocracia que, a excepción de España y Luxemburgo, domina la Europa comunitaria con sus correligionarios austriacos, en el poder desde hace 30 años, y que estarían dispuestos a todo con tal de no abandonarlo. Explicación que resulta poco convincente, pero que alude al problema central, y es que la política de intromisión de los 14, aparentemente tan democrática, veta al segundo partido de Austria, con el 27% de los votos, que lleve a cabo el cambio que exigen los electores. Para un demócrata no hay forma de sustituir, en razón de intereses superiores o en atención a más altos valores, la voluntad popular. Si se manifiesta en elecciones libres como fueron las austriacas, el pueblo es soberano. No se puede salvar la democracia acudiendo a métodos antidemocráticos. Los toleramos en Argelia y el resultado ha sido una guerra civil interminable. En los tiempos de la guerra fría, el Partido Comunista Italiano, por alto que fuese el número de sus votantes, no podía coligarse para formar gobierno.

¿Qué tiene Haider para provocar tal temor? No hay duda de que su ejemplo podría cundir en algunos países con problemas semejantes, un Estado de bienestar sobredimensionado y en crisis y un sistema de partidos agotado. En este contexto, Haider ofrece una combinación, ciertamente harto explosiva, pero electoralmente muy eficaz: un neoliberalismo a ultranza, mezclado con un nacionalismo xenófobo. El viejo fascismo era nacionalista, pero estatalista. Todo en el Estado y para el Estado, nada fuera del Estado. Haider, en cambio, es un liberal extremo, todo en la sociedad y para la sociedad, y nada con un Estado corrupto, pero este individualismo antiestatalista, tan propio de los ricos y los poderosos, Haider lo recubre con un nacionalismo xenófobo, adaptado a las necesidades de los más débiles, que sólo se sienten alguien como parte de un grupo que consideran superior, la raza y la nación a la que pertenecen.

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