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Reportaje:PLAZA MENOR - LOECHES

Duques, gachas y guerras

No fueron la piedad, la caridad ni la penitencia, sino la soberbia, el orgullo y el afán de revancha, las fuerzas que movieron al poderoso señor don Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde duque de Olivares, a edificar un convento de monjas dominicas en Loeches donde se instalaría el panteón funerario de la Casa de Alba que era también la suya.Don Gaspar, valido para todo de su majestad Felipe IV, levantó convento, panteón y palacio en Loeches sobre todo para jugarle una mala pasada a la priora de otro convento local, el de las carmelitas que le había negado en varias ocasiones su derecho a romper la clausura en visita de inspección como representante del rey, sin la autorización expresa del prelado o del general de la orden. Don Gaspar, herido en su inconmensurable amor propio, reaccionó ante la ofensa con la jactancia y la prepotencia que siempre distinguieron a su aristocrática y despótica dinastía que dotó a la "leyenda negra" nacional de algunos de sus arquetipos más señeros.

"Os aseguro, reverenda señora", espetó el airado prócer a la priora carmelita, "que dentro de poco levantaré un edificio delante de éste, que será vuestro asombro y envolverá este convento en la más absoluta oscuridad".

Todo un alarde de mala sombra al que siguen agradecidos los vecinos de este histórico pueblo del valle del Henares que vio enriquecido su patrimonio artístico y religioso gracias a la rabieta del valido.

Pero resulta difícil oscurecer el bello convento barroco de las carmelitas, un armonioso edificio que sorprende sobre todo a los madrileños capitalinos con una sensación de déjà vu absolutamente correcta, porque la fachada del templo es una copia exacta de la del monasterio de la Encarnación de Madrid.

En la plaza de los conventos, enriquecida por la competencia entre dominicas y carmelitas, entre héroes, santos y tumbas, juegan los niños de las escuelas públicas y de vez en cuando desembocan autobuses del Inserso y otros vehículos turísticos. Ajenas al mundanal ajetreo, las monjas carmelitanas oran y laboran entre otras cosas exquisitos dulces y delicadas mantelerías, una de las pocas industrias que van quedando en el pueblo.

Aún se cultiva cereal, cebada que compran los fabricantes de cerveza, pero la agricultura y la ganadería han ido desapareciendo de los pueblos del corredor del Henares. La mejora de los accesos a la capital y a las zonas industriales de Alcalá, San Fernando o Torrejón apoyaron un cambio de actividades y de orientación, sin afectar, en el caso de Loeches, a su personalidad rural con grandes urbanizaciones.

El pueblo contaba hasta hace unas décadas con dos establecimientos balnearios conocidos por sus salutíferos caudales, los balnearios de La Maravilla y de La Margarita, nombre de pila de la primera paciente que se curó con sus aguas de unas fiebres intestinales ante las que se había mostrado impotente la ciencia médica de su tiempo.

Margarita, hija de un emigrante gallego que fabricaba tejas, probó las aguas milagrosas por pura casualidad como suele suceder en estos casos y agradecidos los propietarios del manantial que iban a lucrarse con ellas le pusieron su nombre, que les salía gratis y les hacía quedar como personas agradecidas.

Las aguas de Loeches son las de Carabaña, localidad vecina que se llevó la fama y la denominación de origen, pero ése es un contencioso en el que el cronista no quiere entrar y que tampoco parece afectar mucho a los vecinos del pueblo que son gente pacífica y hospitalaria.

Esto de que las gentes de los pueblos de Madrid sean siempre pacíficas y hospitalarias suena a tópico de los gordos pero, como en otras muchas ocasiones, el cronista tiene que consignarlo, incluso recalcarlo, porque él es también persona agradecida y mientras escribe esta crónica se acuerda, más que de monumentos y conventos, de las gachas que compartió rebañando con pan en el caldero común de la familia del bar Capitol. Sabrosas y nutritivas gachas manchegas de harina de almortas con sus tropezones de torreznos y salchichas, con pimienta, alcaravea y otras especias que piden a gritos frecuentes tragos de un vino de la tierra.

Una comida campestre a cubierto por el mal tiempo en un bar ilustrado por planos, artículos y fotografías que hablan del pasado del pueblo. Durante la generosa comida, la conversación gira en torno a las costumbres y tradiciones del pueblo, entre las que destaca la caza de liebres con galgo por los campos vecinos.

En otro bar cercano, El Vega, la especialidad son los boquerones en vinagre, artesanales, orondos y flexibles, receta de la casa. Aquí predomina en la decoración el tema futbolístico y deportivo y en el ambiente una atmósfera de casino popular que subraya un proyecto parroquiano que dormita apaciblemente en una silla de respaldo recto y que despierta de ipso facto cuando en la conversación se habla de la guerra civil en Loeches, cuando la poderosa iglesia parroquial renacentista y con hechuras de fortaleza sirvió como presidio provisional, cuando construyeron un ferrocarril en 40 días y sobre todo cuando el convoy que transportaba el oro de la República, el célebre "oro de Moscú", hizo escala en el pueblo.

El durmiente resucitado lo recuerda muy bien porque colaboró en el transporte de los sacos con los lingotes y al tratar de echarse uno al hombro cayó de espaldas agobiado por el peso. Lo cuenta el veterano como si hubiera sido ayer, sus ojos se animan y su lengua se desata en un relato que evita el dramatismo y refleja sólo añoranza y buen humor.

En la plaza Mayor, junto al Ayuntamiento, un grupo de vecinos espera el autobús de Madrid, que vuelve a traer retraso, y una cuadrilla de obreros se afana cambiando y pulimentando el pavimento. En lo alto, la iglesia de la Asunción preside el caserío y otea el horizonte desde su airosa torre.

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