El ángel de la gripe
Me encontraba en Preciados, mirando hacia Callao, cuando vi que una forma transparente se agitaba en el aire. Llevaba un paño blanco, con pretensiones de sudario, en la mano derecha, y un ejemplar de Ana Karenina en la izquierda. Comprendí en seguida que se trataba del ángel de la gripe y me oculté en un portal para seguir sus movimientos a cubierto. Rozó con el paño a un individuo sin abrigo y luego le mostró el libro de Tolstói, haciéndole creer que podría dedicar los días de enfermedad a la lectura, aunque con cuarenta de fiebre no hay quien lea. Más bien se deslee. Los libros se desleen y los antigripales se deslíen. Quizá no sea lo mismo desleer que desleír, pero en los dos casos hay un proceso de disolución.El ángel de la gripe se evaporó en el aire como una medusa en el agua, y el individuo agraciado se agachó a atarse el cordón de un zapato. Al incorporarse, observó cuanto le rodeaba con expresión de extrañeza y habló con alguien a través del móvil. No escuché lo que decía, pero después de colgar se dio la vuelta y regresó hacia Callao, de donde procedía.
Abandoné el portal mirando a uno y otro lado, por si aparecía el ángel otra vez, y me dirigí hacia la FNAC. Pese al sol, la temperatura continuaba siendo demasiado baja para la hora y yo tampoco llevaba abrigo. Me detuve frente a uno de los escaparates y a través del reflejo vi flotar una especie de gasa detrás de mí. No era una gasa, sino el ángel de la gripe que descendía de nuevo. Esta vez tocó con el borde del sudario a una adolescente que iba de la mano de un chico.
-¿Te pasa algo? -dijo él.
-Acabo de coger la gripe -respondió la muchacha-. ¿Por qué no lo dejamos para otro día?
-Siempre pasa algo -añadió el chico con gesto de resignación.
Así las cosas, entré en una farmacia y pedí una vacuna. Por suerte, el propio farmacéutico estaba capacitado para administrarla, de modo que me quité la chaqueta y me introdujo en el cuerpo un ángel de la gripe disminuido, prácticamente muerto, según me explicó. Lo noté entrar a través del pequeño agujero practicado en mi brazo y sentí cómo se desleía en el torrente sanguíneo.
-Quizá le dé reacción -advirtió el farmacéutico.
-¿Qué quiere decir?
-Que puede tener síntomas gripales, incluso algo de fiebre.
Le respondí que ya estaba acostumbrado a que los medicamentos produjeran lo mismo que aseguraban combatir, y le pedí un certificado de vacunación que me extendió sin problemas en una hoja con membrete. Ya de paso me tomé la tensión y la tenía bien, un poco baja, pero eso es un seguro de vida, además de un productor de nostalgia. De hecho, me sentía nostálgico, quizá un poco triste. Por eso me había vacunado. La gripe ataca más cuando estás triste. Si estás alegre en cambio, te ataca la gonorrea. Es mejor mantenerse en un punto equidistante, aunque la equidistancia provoca ardor de estómago.
Atravesé la calle y entré en la FNAC. Curiosamente, nada más haber empezado a revolver entre los libros tropecé con una edición de Ana Karenina. En tres días de cama, pensé, la releía. Entonces noté un escalofrío y vi delante mismo de mí al ángel de la gripe.
-Estoy vacunado -dije, mostrándole el certificado que llevaba en el bolsillo.
-¿Y qué haces hojeando Ana Karenina? -preguntó él mientras estudiaba con desconfianza el certificado.
-Nada -dije yo.
-Este certificado no sirve. Es de una cepa de ángeles muy antigua -añadió, pasándome el sudario por la frente. Algo se volcó sin estrépito dentro de mí, como cuando se cae un jarrón sobre una alfombra, y en seguida noté que la gente comenzaba a moverse más deprisa, o quizá más despacio. Me dirigí a la caja con la edición de Ana Karenina y la chica tardó un siglo en pasar la tarjeta de crédito por la ranura correspondiente. Al respirar, vi cómo el ángel de la gripe salía de mi boca y entraba por las fosas nasales de ella. "Pobrecilla", pensé. Llegué a casa con 39 de fiebre, desleí un antigripal en medio vaso de agua y me metí en la cama para desleer Ana Karenina. Cuando se retiró la fiebre, la había desleído de arriba abajo. Entonces, comencé a leerla de nuevo y me duró tres días. Al año que viene pienso desleer, o quizá desleír, La Regenta. Lo que hace falta es que sea para bien.
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