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Tribuna
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Aura, olor y hedor de la política

Se reconocen bien el olor de santidad y el olor de multitud, son muy marcados. Pero, parafraseando a Jorge Santayana en sus Diálogos en el limbo, cabe decir también que puede olerse una política. Nuestro autor sostiene que cuando un alma vibra en armonía con las cosas que la nutren tiene un aura que, sin despedir un acusado olor, refresca a cada criatura que lo inhala, haciendo que la nariz y el pecho se ensanchen placenteramente como si aspiraran la brisa del mar o el aire de la mañana. Pero añade a continuación que cuando, por el contrario, las emisiones del alma a través de los ojos o labios son túrbidas y espesas, por virtud de las distorsionadas huellas de las cosas de su entorno, que dentro de sí lleva, ella también hiede; y el hedor que despide es diverso según sean los fragmentos que su corrompida constitución le ha impuesto.De aquí que, aunque es materia delicada que, según Santayana, no se domina sin entrenamiento, sea posible para una nariz habituada, como por ejemplo la de un sumiller, distinguir la cualidad precisa de un político por su olor peculiar. Y cuando el sumiller de la política es hábil, dispone de un método más seguro para discernir las genuinas opiniones y el verdadero temperamento de los políticos que el que proporcionan las propias declaraciones de éstos; porque esas declaraciones pueden ser emitidas de manera mecánica sin reparar en su auténtico sentido o para acomodarse a la moda del momento; mientras que la huella odorífera que, sin intención, deja a su paso la mente del político por el aire es un perfecto índice de su verdadera naturaleza. Recordemos a Hamlet.

En el periodismo pasa otro tanto. Acababa la Guardia Civil de liberar al funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara del nicho en que le tuvieron secuestrado durante 532 noches de 24 horas esos esbirros a quienes homenajean como si fueran valerosos gudaris. Y al día siguiente el periódico de los adictos titulaba en primera: "Ortega Lara vuelve a la cárcel". El pasado viernes por la mañana asesinaban con explosivos al teniente coronel del cuerpo de Intendencia Pedro Antonio Blanco García y el sábado el más abertzale de los diarios titulaba: "Muere un teniente coronel al estallar un coche bomba en Madrid". Debajo, un sumario precisaba: "Pedro Antonio Blanco esperaba al vehículo que le recogía cuando se produjo el atentado".

O sea que volvemos a los titulares de cuando entonces en aquellos tiempos de la dictadura, cuando las notas de prensa y los diarios que las insertaban daban cuenta de que los ciudadanos morían al darles el alto la policía o al pedirles la identificación o cuando la fuerza pública disparaba al aire para disolver una manifestación de trabajadores y se recogían varios heridos de bala. Era el fenómeno del obrero volador, según la denominación acuñada por Moncho Goicoechea en el periódico Madrid. De manera que el teniente coronel murió "al estallar un coche bomba", que como se sabe es una fruta silvestre que se da en las calles donde se alzan viviendas militares. Recuperamos con estos titulares la radical perversión, la anonimidad, la irresponsabilidad del pensamiento y del lenguaje, mediante el uso del se para formar oraciones impersonales. Una perversión sobre la que con toda razón y firmeza nos tenía prevenidos Martin Heideger. Pero el sumario intenta un guiño a los lectores para evitar que el estallido quede en casualidad, privando a los autores de la explosión, a quienes activaron la dinamita, de la gloria que esperan recibir por semejante logro, en la estela de sus mayores como Josu Ternera. Por eso incluye la palabra atentado. Mientras tanto, recordemos con Freud que nada fomenta más la hostilidad que las pequeñas diferencias, estemos atentos a las ventajas de la adversidad y resistámonos al atractivo de la repugnancia moral. Algún día sabrán que la deslealtad política y constitucional se pagan y que la disyuntiva de un pronunciamiento en libertad es la del Euskadi de la Constitución o 20 años más para llegar a menos con un arreglo como el de Downing Street.

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