El primer poeta a sueldo IGNACIO VIDAL-FOLCH
Neus Galí, profesora de Humanidades en una universidad barcelonesa, tradujo al castellano los Aurea Dicta, los dichos célebres de la antigüedad griega y latina, ordenados temáticamente y con un apéndice explicativo. Ahora, "gracias al apoyo fundamental de Jaume Pòrtulas", ha escrito su primer ensayo, Poesía silenciosa, pintura que habla (El Acantilado, con prólogo de Félix de Azúa). El título viene de Simónides de Ceos, siglo VI-V antes de Cristo, autor de esta definición de las artes: "La pintura es una poesía silenciosa, y la poesía una pintura que habla", idea que haría fortuna, sobre todo desde el Renacimiento, en su expresión horaciana: "ut pintura poesis", para establecer comparaciones entre ambas artes.El estudio de la idea de equivalencia entre las dos prácticas artísticas, cuyos rastros y consecuencias expone el libro de Galí, tiene su centro nuclear en unos capítulos sobre Simónides, que según la tradición clásica fue el primer poeta de la historia que hizo de sus versos objeto de comercio. Un personaje de palpitante actualidad.
El Simónides que sale retratado de la escasa y fragmentaria obra que nos ha llegado, de la que hay versión en la célebre antología Líricos griegos arcaicos de Juan Ferraté, me parece que debía de ser un tipo escéptico, sensato, más bien descreído. Él fue, por ejemplo, el que formuló esta verdad: que "la muerte alcanza incluso / al que evita el combate", que es una forma fatalista de invitar al coraje.
Probablemente es una imagen equivocada. Un numeroso anecdotario de sus hechos y dichos, un conjunto de anécdotas y testimonios lo retratan como un hombre sabio, ingenioso, también avaro y cínico. Era dueño de recursos sobrados para aceptar, por ejemplo, componer un elogio a algo tan prosaico y plebeyo como el tiro de las mulas vencedoras en una competición deportiva. (El poema empezaba así: "¡Salud, hijas de los caballos de uña de trueno!"; y se hizo pagar muy bien la composición, de la que sólo se conserva ese primer verso, como ejemplo de sus trucos de literato). Andaba errabundo de corte en corte, componiendo para el tirano, el rey, el campeón olímpico que le encargaba los poemas laudatorios y encomiásticos que se han perdido, aunque él se jactase de que, por estar en el aire, los versos están menos sujetos a la mordedura del tiempo que cualquier monumento en mármol o bronce. Pero si los suyos eran parecidos a los de Píndaro, su servilismo nos resultaría bochornoso.
De hecho, nos dice Neus Galí en su fascinante libro, Simónides ha quedado como el primer poeta: antes de él, el oficio estaba a cargo de inspirados aedos o recitadores rapsodas, que a cambio de su trabajo recibían agradecimientos, invitaciones, regalos, honores, distinciones, y el de Ceos fue el primero que hizo de la poesía una profesión remunerada con dinero contante y sonante.
Para entender la revolución que significaba esto, primero hay que hacerse una idea de cómo la sociedad griega consideraba la poesía: como algo externo al poeta, un fluido suprahumano procedente de la divinidad, y que se verbalizaba en el recitado, por boca del aedo o del rapsoda, el cual no era sino su filtro, intérprete, altavoz. Y, por otra parte, una actividad que era omnipresente en la vida de las ciudades, en las que no se concebía fiesta, celebración, ritual o efeméride sin el recitado de algún canto homérico.
Heráclito de Efeso lo expresó en estos cuatro versos que subsisten entre otras venerables ruinas de su obra: "La Sibila, que con labios enloquecidos / profiere cosas tristes, sin aroma ni acento, / abarca más de mil años con su voz / gracias al dios que hay en ella".
Así fue durante siglos, pero un proceso lento y paulatino, en el que tuvo importancia decisiva el principio de la escritura -que al posar los versos en el papel los delimita, los hace susceptibles de medición, los cosifica- llevó a Simónodes a una nueva consideración de la poesía como oficio, como artesanía o tejné. Este proceso o callada revolución, si bien se mira, fue la más grave ruptura espiritual que jamás haya experimentado la sociedad humana. Los versos de Simónides siguieron invocando a las musas y a los dioses, pero ya como un recurso de profesional.
El libro cuenta y profundiza en estas cosas, de las que aquí he dado una idea somera.
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